30 de octubre de 2008

El inexorable termómetro





Llega el frío, y con él los primeros costipados, catarros y trancazos. Palabras éstas cargadas de reminiscencias infantiles, pies fríos y cabeza caliente, remotos aromas a mentol -bip vaporub-. Mañanas en la casa desierta y sin hermanos, con una mezcla de malestar general y alegría fatigada por no estar en el colegio, compartiendo esfuerzos con los adláteres, sino en la butaca, viendo la tele y sesteando como un gorrinillo entre las mantas y los cojines.


Pero vamos a nuestro tema. El inexorable termómetro. Cuando uno se va encontrando mal, y las sensaciones de frío y calor se alternan, y nos ponemos o quitamos el jersey, pero nunca acertamos con la temperatura justa. La cabeza nos retumba y el moquillo se nos cae. Entonces uno, ya cansado, decide enfrentarse al objetivo juicio del termómetro, frío y cerebral. Una vez instalado el termómetro en el recoveco conveniente -hay varias escuelas-, la espera es plácida, pero a la vez dura. Es un impass que separa el edredón mullidito de la vuelta al deber. La palmada en el hombro: "eres un machote, sigue aguantando", de la burla impía: "llorón, estás perfectamente". Y claro, a uno no le queda otra escapada que desear ardientemente tener fiebre, que el aparatejo le dé la razón, que le diga: "tío, no eres un quejica, estás echo polvo". Uno quiere un aval, un reconocimiento, una coartada. Es absurdo, pero si el termómetro marca 38º nos sentimos alegres, triunfantes y satisfechos. Si pasamos de 38.5º hemos cosechado un triunfo inapelable. Sin embargo, sabemos que si el termómetro nos dice que estamos bien, habremos sido derrotados. Temperaturas entre los 37.1 y 37.4 son un justo medio que ni cautiva ni convence. Aquí es cuestión de todo o nada.


Siempre miramos la temperatura con gesto de desdén, como si nos importara gran cosa lo que diga el termómetro. Pero por dentro nos consumimos, ansiosos por saber el veredicto. Y si el de al lado nos dice: "¿qué?", sólo nos queda mirarle triunfantes, o bien bajar los ojos, encogernos de hombros, y pensar para nuestros adentros que quizá si hubiéramos aguantado con el aparato bajo el sobaquillo un par de minutos más otro gallo nos cantaría. Y aguantar hasta la cena y mañana será otro día.


Así somos. Tan humanos.

18 de octubre de 2008

El primer bebé medicamento




Muchos motivos para sentarme a escribir esta semana.

Ha nacido el primer bebé medicamento en España. Se fecundan varios óvulos. Se elige el embrión libre de la enfermedad hereditaria. Se implanta en la madre. Se eliminan los embriones producidos que sí tienen la enfermedad, y los embriones sanos que sobran. Todo el mundo aplaude, menos los recalcitrantes obispos. Fotos de los padres tan sonrientes, del bebé, como para comérselo. Y elogios a los médicos. Viva la ciencia. Los embriones en el cubo de la basura no hacen ruido. Los judíos del getto de Varsovia tampoco. Los negros de las pateras tampoco. Son los excluidos de nuestro mundo technicolor, sentimental y fluorescente. No dan la talla, no tienen los ojos azules. Joder, ¿qué podemos hacer para frenar esto?

14 de octubre de 2008

Y para qué tanta información?




La información no nos convierte en más sabios ni en más honrados si no nos acerca a los hombres. Pues, con la posibilidad de acceder a distancia a todos los documentos que necesitemos, aumenta el riesgo de deshumanización. Y de ignorancia. Se puede desconocer el mundo, no saber en qué universo social, económico y político vivimos, y disponer de toda la información posible.

José Samarago



Y también:

¿Dónde está la sabiduría que perdimos en el conocimiento?
¿Dónde está el conocimiento que perdimos en la información?


T. S. Elliot


Pues eso.

5 de octubre de 2008

Esas higueras




En un rincón del alma todos tenemos una higuera. Una higuera es una anciana de pueblo, barbuda y desgreñada. Sus ramas son fuertes y flexibles, nudosas. Las hojas ásperas, con tres lóbulos decadentes, son de gran utilidad en ciertas emergencias, máxime ante la falta de otra flora en el período estival. Las higueras son fáciles de escalar, aunque una vez arriba no hay lugar para las comodidades –que sí ofrecen otros árboles más sólidos-, y el bamboleo es continuo. El higo hay que comerlo abajo.

Durante los meses de julio y agosto la higuera nunca es objeto de atención por parte de los veraneantes. Algún niño arranca los higos aún verdes, y juega con el pegamento blanco, pero sólo durante un rato… siempre es más atractiva la piscina, hacer aguadillas a las niñas, los piñones, las carreras, el césped y las mangueras.

Cuando el verano empieza a languidecer, y septiembre -naftalina, uniformes y aeronfix-, aparece ya en el horizonte, la higuera adquiere todo su protagonismo. Los higos, antes agarrotados, verdes, duros, se van clareando, y reblandeciendo. Su néctar –palabra algo hortera, admito sugerencias sustitutivas- los vence, los agrieta. La higuera entonces exhuma todo su aroma, consciente de su triunfo: bolsas y cestas, niños que la asaltan como un alegre ejército de estorninos, labios cortados y mermelada. Saborea pletórica sus semanas de gloria; gloria decadente, melancólica y tardía... pero suya.

De pronto un día vuelven los despertadores. Los coches se llenan de maletas y la gente vuelve a sus oficinas. La higuera queda sola. Es el turno de los gorriones y los abejarucos. Satisfechos éstos, entrega los despojos a la dura tierra, que los acoge sedienta, y los devolverá en el próximo estío a su legítima dueña en forma de savia vivificadora. La primera helada de octubre terminará el proceso hasta la nueva primavera. Y así año tras año.

Me gusta que al alero de cada casa derruida, a la vera de caminos y carreteras, sigan creciendo somnolientas las higueras. Las polvorientas higueras. Me gusta que en el evangelio sea precisamente una higuera, barbuda y desgreñada, donde Natanael estuviera dando una cabezadita –apretaba el solete de agosto, claro- cuando Jesús le vio; y donde el rico Zaqueo diera el portazo a su vida pasada.

Todos tenemos una higuera solitaria en algún rincón de nuestra alma.