12 de marzo de 2014

Los guijarros planos de los ríos



P. me dice que de un tiempo a esta parte el blog se está volviendo más pesimista y gris, y me pide una vuelta a los orígenes, a la frescura azul de mi segunda época como blogero. Intentaré hacer un panegírico de la sublime y banal actividad de tirar piedras lisas en un pantano o río para que boten muchas veces antes de sumergirse para siempre.

Esta extendida actividad suele producirse cuando uno lleva ya un tiempo a la orilla del agua, y ha satisfecho otras necesidades fisiológicas y de ocio más perentorias, como puede ser comer, sestear, orinar en el propio cauce del río, leer un libro o jugar a las cartas en una toalla arrugada. Cumplidos estos rituales, y con un punto de aburrimiento estival, uno comienza a pasear distraídamente por la orilla del río. Entonces, sucede: los ojos descubren un guijarro suave y plano en el suelo, milagro del paso del agua y del tiempo, y la mano no puede resistir la tentación de recogerla y lanzarla sobre la superficie del agua, con un giro de muñeca personal. Tras el primer lanzamiento, viene un segundo y un tercero, y pronto algunos amigos se suman al ritual.

Parte importante de la actividad es la búsqueda de piedras que reúnan los requisitos para ser buenas botadoras: superficie lisa, forma plana y redondeada, y algo de peso, ya que las piedras muy ligeras no mantienen la estabilidad durante el vuelo. El color en principio no es relevante, aunque hay autores que han subrayado que las piedras claras dan mejores resultados que las oscuras. En esta búsqueda de la piedra ideal, se producen clásicos, tales como pincharse las plantas de los pies al aventurarse en zonas ariscas; apostar por piedras lisas tan sólo por un lado; o coger auténticos pedrolos muy grandes, que son posteriormente lanzados con las dos manos, y muy aplaudidos cuando rebotan una o dos veces antes de irse al fondo con la verticalidad del plomo.

Durante los lanzamientos, también hay fenómenos que se repiten una y otra vez. Siempre hay uno que cuenta seis o siente botes más de los que realmente efectúa su piedra. Otras veces, piedras perfectas se van al fondo inexplicablmente tras uno o dos rebotes: se tuercen, se abren y se clavan. Gran decepción. Dan ganas de ir bucenado a recuperarlas, para sacar todas sus potencialidades. Un tercer clásico: tu piedra maravillosa pierde dirección y se estrella contra la otra orilla, choque que le priva de un récord digno del libro del Guinness.

En fin, pasado el rato, esta estúpida pero universal actividad es sustituida por otra, normalmente la recogida de las toallas, el llenado de la cesta de mimbre, y la retirada hacia los coches. Eso sí, lanzar piedras al río nos ha dejado un regusto de emulación y superación personal. Nos ha incorporado a una tradición multisecular. Y ha contribuido a disipar los humos oscuros de la rutina que se acumulan en nuestro cerebro con el lento transcurso del tiempo y de los días, que pasan por nuestra vida lentamente, aplanándola, como el agua de un río.

Gracias, Señor, por los guijarros planos de los ríos.