Mi madre nunca fue una cocinera consumada. Si la sopa de sábado y las foundies de queso eran su territorio, y se mostraba fuerte en diversos ámbitos -pasta, croquetas, guisos-, nunca entró en la escuela de "puristas" a la que mi abuela Maruchi sí perteneció por derecho propio.
Sin embargo, y a pesar de lo dicho, nunca terminaré de comprender una situación cíclica que acaecía entre las cuatro paredes de la concina de Fernán González. Era sábado por la tarde, y la masa del bizcocho estaba en el horno. Mi madre miraba concentrada por la puerta-ventana del horno el avance de la "subida" del bollo, no sin cierta ansiedad. Los hijos nos asómabamos de vez en cuando a darle ánimos, mirando con una sombra de duda la masa en su evolución ascendente. Y había días que el bollo subía, y había días que no. Incluso había días que rebosaba el recipiente en una eufórica cocción.
La misma receta. Los mismos ingredientes. La misma batidora. Y unos días la masa subía y era un éxito. Y otros días el bollo quedaba crudo y había que comerlo apelando al espíritu de Juanito.
Mi mandre nunca fue una cocinera consumada. Pero yo nunca entenderé el porqué a veces la receta salía bien, y a veces salía mal. Pero bueno, es consolador. Tantas veces a nosotros nos pasa lo mismo.
(Anexo: las tortitas con nata de mi madre pueden ganar, eso sí, un premio internacional)