19 de mayo de 2020

El atractivo de un centro comercial




Era mediados de mayo. Íbamos dando un paseo bastante agradable por el parque, cuando me asaltó típica tos absurda, de las que sofocan cualquier intento de conversación y te hacen saltar las lágrimas.

Afortunadamente, no tardamos mucho en toparnos con una fuente, dorada y verde. Mi salvación. A la pregunta retórica de mi amigo ("¿vas a beber de ahí?"), solo pude responder con un encogimiento de hombros. No soy mucho de beber en fuentes públicas, pero visto lo visto no tenía mucha opción. Además, pensé, no siempre hay que ponerse en lo peor: la gente es mínimamente civilizada y no viene a las fuentes del parque a lavarse los dientes o hacer guarrerías.

Superado el ataque de tos, pudimos reanudar nuestro paseo, que fue sencillamente delicioso. La tarde declinaba. Una luz tornasolada se filtraba entre las hojas de los árboles, acariciando las violetas flores de las jacarandas.

 Ya casi salíamos del parque cuando lo vimos. Justo de frente. Un señor barrigudo, con camiseta de tirantes y una riñonera, apretaba el botón de la fuente, dorada y verde, mientras su perro pastor alemán restregaba su hocico –sus fauces- en la boca del surtidor.

Sentí un sabor metálico en la boca y un amago de retortijón

Una luz tornasolada se filtraba entre las hojas de los árboles, acariciando las violetas flores de las jacarandas.

16 de mayo de 2020

El arte de regalar libros



Regalar un libro es un sutil halago. Nadie regala un libro a un zoquete. Además, quien regala libros también adquiere un halo de persona interesante, leída.

En cualquier caso, nunca cometas el error de regalar un libro largo. Hay personas poco duchas en el arte del regalo que se inclinan por libros largos en el sorprendente entendimiento de que cuanto más grande sea el libro, mejor es el regalo. Craso error. Esa lógica que mide el cariño en cantidad -propia de un dependiente de heladería- en el ámbito literario solo puede jugarte malas pasadas.

En primer lugar, porque eso te obliga a leerte el libro antes, como es natural. No puedes arriesgarte en ningún caso a que la persona a quien le regalas el tocho te pregunte: “¿qué tal es?” y no saber responderle. Tu halo de persona leída se convertirá súbitamente en un sambenito de geta y caradura, y la sospecha de que estás re-regalando el libro podría surgir con fuerza

Pero es que además, y esto es lo más importante, regalar un libro largo no es propiamente un regalo, sino un hurto o secuestro, ya que con el libro trasladas una difusa obligación de leerlo. Vamos, que con el libro estás robando al celebrante varias horas de su vida, y exiges que además sonría y te dé las gracias. Hay gente que no solo te regala el ladrillo, sino que luego encima te pregunta si te lo has leído. O si te lo has leído ya. Pocas palabras con más peso que ese diminuto ya.

Así pues, hay que regalar libros, pero libros cortos. ¿Cómo de cortos? Lo suficientemente cortos como para que la persona que lo recibe pueda echarle un ojo quince minutos y ser capaz de responderte alguna generalidad sobre el libro, en caso de que al cabo del tiempo se te ocurra preguntarte sobre el libro. No porque tú vayas a ser tan mala persona como para preguntarle, claro está, sino para que él sepa que –en el remoto caso de producirse esa situación-, podrá salir airoso y campante.

Regalando libros cortos nada puede salir mal. Si tu amigo lo lee y le gusta, miel sobre hojuelas. Si lo lee y no le gusta, al menos no le has impuesto un castigo demasiado severo. Por último -y este es el escenario más probable-, si decide no leerlo siempre podrá ojear cuatro páginas sueltas o una reseña en Internet, para ser capaz de comentar alguna vaguedad sobre el libro en caso de que se te escape preguntarle, por lo que su recuerdo no se convertirá en un oscuro presagio que sobrevuele todas vuestras futuras reuniones. 

Ya lo sabes. A los amigos, libros cortos. A los enemigos, largos larguísimos, con el firme propósito de preguntarles pronto si lo han leído ya.

26 de abril de 2020

El tío sabía lo que hacía



Volvía de jugar al tenis con mi tío. Para incorporarme a la A6 desde la carreterucha por la que iba tenía dos opciones: cumplir el reglamento de tráfico; o hacer pequeño giro ilegal, pisar una línea continua y ahorrarme 600 metros y 50 segundos.
Pues bien, tras estirar un poco el cuello y asegurarme de que no venía nadie, hice la trampa. No era la primera vez que la hacía, ni –pensaba yo- la última.

60 metros más adelante, detrás de una curva traicionera, él me esperaba junto a su moto. Realmente había poco que hablar. Los dos sabíamos lo que había pasado, era absurdo disimular. Mi aspecto algo sudado, mi gorra y mi raqueta en el asiento del copiloto hacían inútil improvisar una historia de familiar moribundo, mascota accidentada o parto intempestivo. La suerte estaba echada.

"Pues sí que me salido caro el partido", pensé mientras sacaba del bolsillo mi cartera con el DNI.

Entonces sucedió lo imprevisible.

-  Mire –me dijo el agente, apoyando su mano en la puerta del vehículo, y dando unos ligeros golpecitos-, es evidente que usted ha cometido una infracción y que yo puedo multarle. Ahora bien, si usted me promete que nunca más va a hacer esa trampa, pues no le pongo la denuncia y lo dejamos estar. ¿Qué me dice?

Desde entonces ya no sé ni cuántas veces he perdido 50 segundos volviendo de jugar al tenis. Y cada vez que paso por ahí, mientras recorro los preceptivos 600 metros que me convierten en un conductor ejemplar, sonrío con la remota esperanza de volver a encontrarme al poli detrás de la misma curva traicionera, para que vea que no he defraudado su confianza.

El tío sabía lo que hacía.

21 de abril de 2020

Clics contra la humanidad


 Dejo aquí como almacén algunos comentarios sobre este libro.

Libro: Clics contra la humanidad: Libertad y resistencia en el digital

James Williams

Breve resumen

Otro libro sobre cómo utilizar las herramientas digitales sin ser arrollados por las mismas. El autor repasa ideas ya conocidas sobre el entorno digital. Destaco algunas ideas.

En primer lugar, es original el ejemplo que pone de la antigua Grecia, al hablar del mítico encuentro entre Diógenes y Alejandro, cuando éste promete a aquél satisfacer cualquiera de sus deseos, y el filósofo se limita a responderle: “apártate del sol, que me haces sombra”. El autor afirma que las herramientas digitales –más poderosas de lo que nunca soñó con ser Alejandro- se nos acercan y nos ofrecen todo tipo de promesas, pero a menudo tapan el sol de nuestros deseos más profundos: qué queremos hacer, quiénes queremos ser. Educadamente, deberíamos decirles: por favor, apartaros de nuestros sueños.

El autor denuncia una visión adversarial de la tecnología, planteada en términos: los desarrolladores de aplicaciones quieren nuestra atención; nosotros queremos otra cosa; veamos cómo podemos resistirles. Sus objetivos son: más clics, más conversiones, más tiempo en la página; los nuestros: pasar tiempo con la familia; hacer un deporte; aprender a tocar un instrumento musical… Y propone que las personas implicadas en dicha industria deberían alinear sus objetivos con los nuestros, y desarrollar aplicaciones que nos ayuden a llegar a ser las personas con las que soñamos, sin reemplazar nuestros objetivos por los suyos. Para ello, propone una suerte de juramento hipocrático para los diseñadores de aplicaciones. Afirma que no es ludita, que ama la tecnología. Pero que esta debe ponerse de nuestra parte. Investigar cuáles son nuestros fines, qué hace una vida humana más significativa, y comprometerse a ayudar a los usuarios a perseguir dichos fines.

Ahondando en la idea de la tecnología como oscurecedora de nuestras luces, dice que esto lo hace a tres niveles. Al nivel más superficial, distrayéndonos de lo que queremos hacer en un momento determinado (distorsionan nuestro hacer); en un nivel más profundo, dificultándonos llegar a ser quiénes queremos ser, invitándonos a metas cortoplacistas sobre objetivos más arduos y a largo plazo (distorsionan nuestro ser); y, finalmente, alterando nuestras facultades cognitivas (reflexión, memoria, razonamiento) (distorsionan nuestro saber o nuestro poder hacer las cosas). Para ello, las tecnologías explotan nuestros impulsos e ignoran nuestras intenciones, aprovechándose del hambre casi infinita que tenemos de distracciones (en frase de Huxley).

El autor subraya la importancia de defender nuestra atención en el actual contexto. En este sentido, sostiene que estaría bien cambiar nuestra manera de referirnos a ciertas tecnologías digitales, y en lugar de llamarlas tecnologías de la información, llamarlas tecnologías de la atención o de la distracción. También señala que los poderes públicos se han fijado mucho en la protección de datos personales, pero han obviado la cuestión de la protección de la atención. Y dice que para ser protagonista de la propia vida hemos de ser dueños de nuestra atención. A la hora de embridar el poder de estas herramientas, es importante atender a sus efectos sobre nuestra atención; que, no es otra cosa que su influencia sobre nuestra alma. Secuestrar nuestra atención equivale a secuestrar nuestra alma, nuestra voluntad. Esta línea argumental la aplica tanto al individuo como a las sociedades, destacando el riesgo que para las democracias implica la falta de atención para atender y resolver los problemas reales.

Luchar contra la esclavitud de nuestra atención es probablemente el desafío moral y político más importante de nuestra época. La atención es el terreno de la principal batalla. Como concluye el libro, “el grado de libertad que disfrutamos depende de cuánto estemos dispuestos a luchar para controlar nuestra atención”.

Citas

GPS defectuoso. Imagina un GPS que no te lleva a donde tú quieres, sino a otro lugar. ¿Qué te parecería? Muchas herramientas digitales responden a esa lógica.

54. Odio convertirme en una persona impulsiva y débil de voluntad, pero continuo repitiendo las conductas que me hacen así, para encontrar una consolación que sé que es pasajera e ilusoria.

61. Nuestra experiencia del mundo se ha convertido en un flujo infinito de recompensas informativas. Todo compite por nuestra atención.

65. Cita de Churchill (hablando de la extensión mundial del inglés). Los imperios del futuro son los imperios de la mente.

70. No estamos preparados para percibir –y menos aún para luchar- contra estas fuerzas de la persuasión que modelan tan profundamente nuestra atención, nuestras acciones y nuestra vida. Los imperios del presente son los imperios de la mente. Consecuentemente: (no literal): la libertad del futuro es la libertad de la mente.

79. Atención. Pagamos con nuestra atención por la posibilidad de una sorpresa.

89. A un nivel profundo, la cuestión de la atención se convierte en la cuestión de tener la libertad de vivir la vida como queremos, a todos los niveles de la experiencia humana.

130 y ss. Esta economía de la atención magnifica lo negativo y lo controvertido, arrojando una imagen distorsionada de la realidad y amplificando la indignación. Nos dificulta vivir juntos.

144. Asistimos a un proyecto global de persuasión industrializada. (…) 146. Son los nuevos imperios de la mente, y nuestra relación con ellos es de esclavitud atencional.

154. El territorio de la primera batalla por la atención es el del diseño de las tecnologías digitales. Hay que luchar para que las tecnologías estén de nuestra parte. (155).

190. El principal desafío ético, en el que hay que poner el acento, no es en la gestión de la información (la protección de datos), sino en la gestión de la atención.