8 de abril de 2024

Breve historia de un secuestro

 


 Estábamos recogiendo el desayuno y preparando las mochilas cuando L. anunció que un amigo suyo del trabajo tenía una casa de pueblo por allí y que, si queríamos, nos invitaba a comer.

Aunque por educación no dijimos que no, creo que a ninguno de los tres nos apetecía ir: no conocíamos de nada al susodicho, y teníamos por delante una excursión de cinco horas. Aquello se zanjó con los típicos "ya veremos", "lo vamos viendo" y "Dios dirá".

Al acabar la excursión (14.45, con media hora de coche por delante, cansados y sin duchar), L. insistió en el tema. Tras unos instantes de silencio incómodo, me erigí en portavoz del sentir común e intenté abortar el plan: aquello no tenía sentido. Presentarnos a las 15.30 en casa de un matrimonio desconocido cuatro personas vestidas de deporte, sudadas y agotadas no tenía ni pies ni cabeza. "Vamos a casa. Nos duchamos. Comemos tranquilamente. Damos una cabezadita. Y si acaso nos pasamos a merendar".

Pero L. es cabezota, y su colega no cejó. "Dice que vayamos. Que no nos preocupemos por la ducha, que no piensa olernos al llegar. Y que ya tiene la mesa puesta".

Maldiciendo nuestra suerte y la tozudez de L. con escaso disimulo, pusimos rumbo hacia casa de su amigo

Pues bien, la comida fue maravillosa. Comimos en una terraza con unas vistas estupendas a la montaña. El matrimonio, de unos cincuenta largos, era encantador. Hospitalarios, campechanos -él con una camiseta negra de Speedy Gonzales, dato-, cultos, alegres, con conversación. Nos habían preparado un arroz con costillas suculento. Se habían acercado al horno a comprar unas cocas con anchoas y tomate. Abrieron dos o tres botellas de vino, una de mistela negra y otra de mistela blanca. L., totalmente desinhibido, agotó a dos carrillos las reservas de chocolate del municipio durante la sobremesa, plácida y distendida.

Serían las seis cuando muy a nuestro pesar tuvimos que arrancamos de allí, prometiendo volver pronto. De camino a casa -ducha, maletas, vuelta a Valencia y lunes en el horizonte-, mirando por la ventanilla, pensé que hay gente para todo. Y, sonriendo antes mis estériles esfuerzos por declinar esa "absurda" invitación,  agradecí de corazón que no todo el mundo sea como yo.

Si estás a tiempo, no vayas

 

Fue hará un par de años.

Me invitaron a una conferencia en la sede de una Congregación (lo que viene a ser un ministerio), después de la cual tendría lugar un paseo por los jardines vaticanos.

Los jardines no están mal. Las vistas de la cúpula de San Pedro desde el cogote, mucho más cerca que las que ofrece la Via de la Concilizaione, son realmente impresionantes. No en vano, son las que imaginó Miguel Ángel, en cuyo diseño original la basílica tenía planta de cruz griega. Más allá de estas vistas -y sin intentar refrescar mi memoria en Internet- del paseo recuerdo una fuente peculiar, el monasterio donde entonces vivía Benedicto XVI, un jardín francés cuidado y uno inglés más agreste, una torre redonda de ladrillo coronada de un tejado circular que me recuerda remotamente a la casa de Gargamel, un paseo que termina en una gruta reproducción de la de Lurdes, un helipuerto, una vía de tren muerta y varias esculturas de la Virgen "modernas" realmente espantosas. También recuerdo que durante el paseo -de una media hora-, nos cruzamos con cinco o seis jardineros y con nadie más.

Mi conclusión es que aquello no está mal, pero no es para tanto. Si antes de mi visita en mi imaginación los jardines vaticanos eran una especie de sancta sanctorum rodeado de un áurea de misterio y misticismo, un entorno medio élfico y medio angelical, al terminar el paseo pasaron a ser un jardín apañado y bastante desierto, así, sin más. Ni papas recogidos rezando el rosario, ni obispos circunspectos caminando despacio mirándose las puntas de los zapatos y cavilando sobre algún dogma, ni túmulos célebres con bustos de bronce y cagadas de pájaro. Ni cardenales jugando a la petanca, ni monseñores paseando al perro, ni tíos haciendo pompas gigantes, ni niños columpiándose ni jugando al balón, ni abuelos sentaos en bancos, ni parejas paseando de la mano.

La verdad es que no sé qué esperaba de los jardines vaticanos cuando acepté la invitación, pero tengo claro que nunca debí haber ido. Gané unas vistas preciosas del cuppulone, de acuerdo. Pero perdí algo infinitamente más valioso: un lugar encantado, un refugio de fantasía en mi imaginación. Pasan los años y me van quedando menos.

10 de marzo de 2024

Peldaños hacia la tumba

 

Uno se hace mayor poco a poco. Pero también hay rubicones, líneas rojas, señales descaradas que nos enfrentan a la evidencia de que ya no somos unos chavales y el sol comienza a darnos por la espalda.

Dejando a un lado dos o tres demasiado universales (cumplir 40, que te llamen "señor", volverte -todavía más- invisible para chicas guapas con las que te cruzas por la calle) aquí consigno algunas que he tenido que digerir en los últimos meses, cuyo zarpazo todavía escuece y amenazan con sumirme en una dulce melancolía: deshacerme de mis últimas botas de fútbol; descubrir que a pesar de resultarme visualmente atractivas, las gominolas cada vez me apetecen menos y me sientan peor; tener un "no" por defecto para los planes imprevistos, por muy buena pinta que tengan; sentir enojo ante el ruido y maldecir internamente a sus responsables; gastarme un ticket regalo de 60 pavos en un manual gris de Derecho administrativo. Y aquí va la última, que me asaltó por sorpresa hace solo unos días y me tiene muy pensativo: disfrutar de un plato de acelgas verde oscuro con taquitos de jamón y almendra picada que estaba, sencillamente, cojonudo.

 

26 de enero de 2024

Exámenes, necrológicas y fuentes de inspiración


Esta mañana, al ir a entregar su examen, una alumna no puede reprimir ligeros brincos de alborozo cuando avanza hacia mi mesa por el pasillo central del aula. En plan Heidi. Ha sido muy gracioso. Sin leer ni una sola palabra de sus respuestas le he puesto un 9. Se lo ha ganado.

Después de comer he subido a la intranet las notas de otro de los grupos. Como cada año, el examen era fácil y previsible. Pues bien, a los diez minutos tenía un mensaje en mi bandeja de entrada de una alumna sorprendida (y suspendida): "Me gustaría ir a la revisión. No entiendo lo que ha podido pasar", se lamentaba. "Pues yo empiezo a entenderlo", reflexiono. Si hubiera dando brinquitos... quién sabe.

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Ayer faltó J., de un infarto repentino. Al conocer la noticia he sentido agradecimiento y pena. De mis años en el CEU, le recuerdo como un compañero y un jefe cercano, trabajador -algo caótico, siempre un poco superado por pilas de papeles- y bonachón. Además, era relativamente joven. 58. Descanse en paz. Hoy ha salido una necrológica en la prensa. Parecía un currículum de la Aneca o la presentación de un conferenciante, llena de grados y cargos académicos, tesis doctorales, artículos y proyectos de investigación. Me ha dejado desolado.

Espero que si alguien se ve en la tesitura de escribir mi necrológica reduzca al máximo mis presuntos éxitos académicos y se centre en mis fracasos como hijo preferido, padrino dadivoso, guitarrista desenvuelto, tenista solvente, apóstol de las masas, tertuliano sugerente, blogero, conferenciante y escritor. Porque al final resulta, hay que joderse, que me gustaría que me recordasen precisamente por aquel sinfín de cosas que no terminan de dárseme bien.

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Leyendo los diarios de I. me sucede lo mismo que con aquella novela tan exitosa y tan mala que me recomendó V. Que los leo y pienso: esto puedo hacerlo yo mucho mejor. Veremos si me sirve de carrerilla para escribir más.

12 de enero de 2024

Una buena historia que contar

 

El sábado estuve en un vivero comprando plantas para la terraza. Cayeron un tomillo, una lavanda, una planta de hojas rojizas y -ojo al loro- un cactus.

Mientras acomodaba el tomillo en su tiesto -todavía tengo abono debajo de las uñas- me distraje un momento y me piché con el cactus. No le di importancia, pero dos minutos después tenía unas pequeñas ronchas y una docena de granos en el antebrazo. Puto cactus. Ya me pedirás agua, ya. 

Sin embargo, sutilmente, mi enfado trocó en secreta admiración, diría que hasta en un cierto orgullo típico de dueño, de padre primerizo. Eso es un cactus y lo demás son tonterías. Un buen cactus, como el mío, no es que pinche, es que pica. Muerde.

A la media hora, para mi decepción, en lugar de enconarse las ronchas y los granos fueron remitiendo, hasta desaparecer. Y me encontré -tersa la piel- deseando que ojalá los granos se hubieran puestos feos, morados. Que ojalá hubiera tenido que ir a urgencias con el brazo ya dormido a que un médico circunspecto experto en medicina tropical -"si hubieras llegado veinte minutos más tarde no habríamos podido hacer nada"- me pinchara en el glúteo un urbasón y me dejara medio cojo una semana.

Habrían sido días difíciles, qué duda cabe. Pero ahora tendría un arma secreta en la terraza y una buena historia que contar.

7 de enero de 2024

Pablo de Lora. Los derechos en broma

Los derechos en broma. Pablo de Lora. Ediciones Deusto. (253 p.)


 

La principal tesis del libro consiste en denunciar la deriva moralizadora que padecen los textos constitucionales y legales en las democracias liberales. Esta deriva adopta diferentes formas, que el autor va explicando en los primeros capítulos: normas poco “prescriptivas”, llenas de lecturas históricas y declaraciones e intenciones fundamentalmente huecas e ideológicamente sesgadas (capítulo 1); normas a la búsqueda de colectivos vulnerables y abusos históricos, a fin de crear ciudadanos victimizados e insatisfechos a los que posteriormente el Estado tratará de ayudar, justificando así su intervención (capítulo 2); inflación de derechos humanos o fundamentales, que se consideran por lo tanto innegociables (capítulo 3). En los capítulos 4 y 5 de Lora se ocupa de la difícil aplicación de estos catálogos de derechos, tratando respectivamente la ponderación entre derechos (capítulo 4), y el papel de los jueces constitucionales o del pueblo, mediante formas de participación directa, en la determinación de qué derechos deben prevalecer (capítulo 5).

El libro, en mi opinión, va de menos a más. Comienza de forma entretenida y brillante, criticando cómo la ley, antaño prescriptiva y austera, en el marco de una política hiperactiva y emotiva, se ha tornado un instrumento al servicio del relato, transformación que se percibe hasta lo hilarante en las Exposiciones de Motivos. El segundo capítulo, bajo el rótulo del Estado parvulario, explica bien cómo una de las ocupaciones favoritas de nuestros legisladores se ha convertido en buscar víctimas, insatisfechos y discriminados –cuando no directamente en crearlos- a fin de ofrecerles soluciones –siempre parciales- que legitimen una creciente intervención de los poderes públicos. El resto de capítulos, aun conteniendo intuiciones afiladas e interesantes, tiene menos cohesión. Son muchos los temas que se abren, tales como los derechos de los animales, la ecología, el aborto, la justicia constitucional, el nuevo constitucionalismo de tinte bolivariano, etc., y muy pocos los que se cierran de forma satisfactoria, siquiera con una propuesta aproximativa y sujeta a revisión.

La principal virtud de libro consiste en captar y explicitar de forma ingeniosa –basta leer el título de libro-  una progresiva degeneración de los instrumentos normativos que regulan la vida en común. Esta degeneración no es inocua, ni restringe sus perniciosos efectos al estrecho círculo de quienes nos dedicamos a estudiar esa legislación “santimonia”, sino que impacta negativamente en la vida social, en ocasiones de forma grave, como ha evidenciado recientemente el gatillazo de la ley del solo sí es sí. Se conoce que el marketing político y el sentimentalismo rampante de nuestras sociedades –poco a poco- son capaces de socavarlo todo, también las normas básicas que ordenan nuestra convivencia.

 

Aquí dejo algunas citas

Introducción

p. 17. Los preámbulos y los estatutos de autonomía han sido también un “semillero de excesos retóricos apenas contenidos” (…).

pp. 23 y ss. La legislación santimonia. Un tipo de normas que “son la derivada natural de un ejercicio infantilizado de la acción pública, una forma de hacer política que aborda los problemas a los que se enfrenta la sociedad contemporánea de manera maniquea, emocional, simplista, bajo la (también indisimulada) presuposición de que los ciudadanos tenemos que ser educados, guiados y concienciados, y no así persuadidos, interpelados o incluso molestados, es decir, tratados como adultos. Las exposiciones de motivos de esas piezas legislativas son un indicio elocuente de todo ello: majestuosidad programática en lenguaje de madera; y jabón, mucho jabón para los destinatarios de esas normas, a quienes se concibe más como párvulos necesitados de refuerzo positivo (tan propio de escuelas infantiles) que como agentes autónomos y racionales (…).

24 y 25. Otro proceso de extraordinaria relevancia: la tumoración del ideal de los derechos humanos (…). Con la conversión de prácticamente todas las demandas sociales en la vindicación de la efectiva garantía de un derecho humano se genera un odioso efecto de atoramiento de la deliberación pública (…).

Las razones de la ley

p. 39. Critica la aprobación de normas “cuyo contenido prescriptivo es escaso, y flota, un tanto indecorosamente, en un mar de proclamas ideológicas variopintas; de buenos propósitos” (…). En estas normas el “legislador aprovecha para imponer un cierto relato”.

Anatomía de un Estado parvulario

p. 90. Desde el Estado se busca víctimas y gente indefensa para luego ayudarles y apuntarse un tanto. Vivimos en un Estado social, democrático, dramático y dramatizado de derecho. “La desventura social se cocina desde los poderes públicos, se construye institucionalmente el agravio para, a continuación, desplegar un formidable aparato burocrático, en niveles administrativos diversos, que canaliza –aunque nunca resuelve del todo, y a veces ni siquiera parcialmente- las querellas de víctimas, ofendidos o insatisfechos en sus intereses o pretensiones”. El legislador (…) se siente bien consolando a la ciudadanía; no ya al que se encontraba previamente agraviado, sino al que ha ayudado en primer lugar a que pueda construirse y presentarse como tal.

Se inventan formas de violencia –contra la infancia, por ejemplo-. La red de pesca de la ley genera los peces “y con ello la perpetua insatisfacción que a su vez alimentará justificadamente el ejercicio del poder (o bien su conquista) para cambiarlo todo”.

El derecho y los derechos: un universo inflacionario

Bentham criticaba la Declaración de Derechos de 1789, llamando a esos derechos “nonsense upon stilts”, es decir, disparates sobre zancos.

Porqué se invocan tanto los derechos. P. 148. Cita a Liborio Hierro: “quienquiera que pretenda hoy que se tome en consideración alguno de sus deseos, que se garantice o proteja cualquiera de sus intereses o que se satisfaga laguna de sus necesidades, hará bien en formular tales pretensiones como el necesario cumplimiento de un derecho humano antes que embarcarse en la mucho más gravosa empresa de justificar suficientemente que sus deseos, intereses o necesidades deben alcanzar tal prioridad, y que debe ser desplegado el correlativo haz de obligaciones que a todos, y en especial al Estado, incumbirá. Parece como si al calificar ese deseo, ese interés o esa necesidad como un derecho uno quedas automáticamente exento de tener que demostrar su exigibilidad. Se produce una especie de ecuación semántica: es mi derecho, luego debe ser respetado o satisfecho”. Es como cuando los niños dicen “casa” en el juego del pilla pilla.

Señala Ignatieff: reivindicar un derecho implica hacerlo innegociable (…), la transacción no es facilitada cuando se usa el lenguaje de los derechos.

El peso de los derechos: ponderando la ponderación

153. Los derechos fundamentales “operan como cartas de triunfo, es decir, impiden que consideraciones basadas en el bienestar colectivo puedan servir como justificación del sacrificio de los intereses o necesidades básicas de los individuos”.

Constitución, populismo y democracia

Cuántos derechos se reconocen en las Constituciones: en 2015, el promedio era de 50. Venezuela encabeza el ranking, con 82 derechos. Angola tiene 80, Zimbabue, 74. Países Bajos, 26; Dinamarca, 21, y Australia, 11. Son datos elocuentes.

Cierta decepción tras ciertas constituciones (cita a Corina Yturbe): “la magia constitucional es la hermana gemela del desencanto: era muy difícil que la decepción no sobreviniera. Las invocaciones legales, esos conjuros cívicos llamados constituciones, tenían claras limitaciones; no podían transformar la economía o la sociedad de las naciones por sí solas.