12 de enero de 2024

Una buena historia que contar

 

El sábado estuve en un vivero comprando plantas para la terraza. Cayeron un tomillo, una lavanda, una planta de hojas rojizas y -ojo al loro- un cactus.

Mientras acomodaba el tomillo en su tiesto -todavía tengo abono debajo de las uñas- me distraje un momento y me piché con el cactus. No le di importancia, pero dos minutos después tenía unas pequeñas ronchas y una docena de granos en el antebrazo. Puto cactus. Ya me pedirás agua, ya. 

Sin embargo, sutilmente, mi enfado trocó en secreta admiración, diría que hasta en un cierto orgullo típico de dueño, de padre primerizo. Eso es un cactus y lo demás son tonterías. Un buen cactus, como el mío, no es que pinche, es que pica. Muerde.

A la media hora, para mi decepción, en lugar de enconarse las ronchas y los granos fueron remitiendo, hasta desaparecer. Y me encontré -tersa la piel- deseando que ojalá los granos se hubieran puestos feos, morados. Que ojalá hubiera tenido que ir a urgencias con el brazo ya dormido a que un médico circunspecto experto en medicina tropical -"si hubieras llegado veinte minutos más tarde no habríamos podido hacer nada"- me pinchara en el glúteo un urbasón y me dejara medio cojo una semana.

Habrían sido días difíciles, qué duda cabe. Pero ahora tendría un arma secreta en la terraza y una buena historia que contar.

No hay comentarios: