


Tras la ventana contemplaba su caminar cadencioso, decidido, mientras se alejaba. No miró atrás, nunca lo hacía, hubiera sido decepcionante. Entre los añicos de la quinta vajilla más frágil que su carácter, encendí la televisión con la difusa esperanza de escuchar algo que me levantara el ánimo. Pasé la tarde barriendo y fregando, con el sordo ruido de la televisión como única música de mis cavilaciones. Cené indigestas salchichas de Óscar Mayer, frías. Cuando sonó el teléfono -sólo podía ser ella- lo machaqué con mi bate de baseball de los NY Lions, frenéticamente, fuera de mí.
Tres minutos más tarde, entraba de nuevo por la puerta. Buenas noches, cariño. Recogió canturreando los restos del teléfono, el quinto ya, y nos fuimos a dormir.