Uno se hace mayor poco a poco. Pero también hay rubicones, líneas rojas, señales descaradas que nos enfrentan a la evidencia de que ya no somos unos chavales y el sol comienza a darnos por la espalda.
Dejando a un lado dos o tres demasiado universales (cumplir 40, que te llamen "señor", volverte -todavía más- invisible para chicas guapas con las que te cruzas por la calle) aquí consigno algunas que he tenido que digerir en los últimos meses, cuyo zarpazo todavía escuece y amenazan con sumirme en una dulce melancolía: deshacerme de mis últimas botas de fútbol; descubrir que a pesar de resultarme visualmente atractivas, las gominolas cada vez me apetecen menos y me sientan peor; tener un "no" por defecto para los planes imprevistos, por muy buena pinta que tengan; sentir enojo ante el ruido y maldecir internamente a sus responsables; gastarme un ticket regalo de 60 pavos en un manual gris de Derecho administrativo. Y aquí va la última, que me asaltó por sorpresa hace solo unos días y me tiene muy pensativo: disfrutar de un plato de acelgas verde oscuro con taquitos de jamón y almendra picada que estaba, sencillamente, cojonudo.