19 de noviembre de 2017

El zapatero de mi barrio


En mi barrio hay zapatero. Tiene una tienduca pequeña, que huele a betún y a alcanfor. Es un hombre de una edad indeterminada entre los cuarenta y los cien años. Es algo calvo, pero con el pelo blanco cortado al uno. Tiene un carácter pausado, y una mirada amable, que parece ver cosas más allá de lo que vemos los demás. Corre el rumor de que es judío o judaizante: ya ves tú qué importancia tendrá... aunque quizá sí la tiene, ya que es un rasgo de identidad en esta sociedad homogeneizadora. En su tienda -mejor dicho, en su taller- siempre suena Radio 3, música clásica. Y él debe saber tocar un instrumento musical, porque tiene un cartel de una banda municipal colgado en la pared, como si él formara parte del colectivo de algún modo. El tío es un manitas, que igual te arregla un zapato -¡qué menos!-, que un llavero, una cremallera o la correa de un reloj.

El otro día entablé una breve conversación con él, mientras trajinaba con una de sus máquinas para arreglarme un botín. Le pregunté cuántos años tenían las máquinas de las que se sirve, y me enteré de que una máquina Singer que tiene detrás del mostrador tiene más de cien años, y todavía la usa. Las otras dos -grandes como frigoríficos-, tienen en torno a cincuenta años. El hombre lo decía con orgullo, como quien alaba a un hijo o presume del tamaño de una lechuga que ha cultivado en su huerto con el sudor de su frente y el dolor de su lomadar. Si yo amo mi portátil, con el que hice la tesis y al que mantengo ya diez años, y el día que tenga que tirarlo sé que habré de guardar luto, no quiero ni pensar qué vínculo se romperá el día que mi zapatero judaizante se jubile y las máquinas tengan que buscarse otro artesano.

Mientras volvía a casa con la bolsa de plástico chocándome contra las piernas pensaba en el olor de la tienda, la música clásica, la serena mirada del zapatero mientras realizaba su trabajo al compás del zumbido constante de la máquina. Y no pude sino sentir un deje de envidia, de melancolía. Melancolía por un mundo que se acaba. Un mundo de artesanos que aman su trabajo y lo realizan sin prisa. Un mundo de olores y de callos en las manos. Que desaparece y deja paso a un mundo aséptico, que no huele a nada, donde personas sin raíces ni memoria ni roña entre las uñas nos afanamos por hacer muchas cosas, y por contar a todo el mundo que las hemos hecho, a través de pantallas muy brillantes de sofisticados dispositivos condenados a la obsolescencia programada. Cada vez más lejos de las cosas, de los demás, de nosotros mismos.

Al meter la llave en la cerradura de casa, cada vez más consciente de su anacronismo, no pude sino musitar: "Zapatero, gracias. Zapatero, por favor, resiste."