26 de julio de 2017

Las puertas del Averno


Son las cuatro de la tarde. Hace un sol de justicia. Caminas despacito por la exigua sombra, muy pegado a las fachadas y los escaparates. Y entonces, a través de unos filtros gigantes, de repente te llega una ráfaga de aire caliente que sale de las bodegas de un supermercado. Es un chorro tórrido y total: de los pies a la cabeza. Sientes cómo se te nubla la vista y te falta el oxígeno, pero no ha pasado ni un segundo y ya estás a salvo.

"¿Serán cabrones?", protestas. Pero en seguida se te olvida: no llamas al ayuntamiento, ni orinas en el filtro, ni entras con el rostro desencajado en el establecimiento rebosando sentido cívico, y repitiendo "podría haber sucedido una desgracia". No. No haces nada. Sigues andando y te olvidas. Por eso mismo mañana mismo te volverá a suceder.

A partir de ahora, espero que ese intempestivo impacto calorífico vaya acompañado de un recuerdo a esta entrada del blog y una medio sonrisa. Rescataremos así esos brevísimos instantes de asfixia y turbación, haciéndolos jugar a nuestro favor. Como cuando pisas un adoquín suelto un día de lluvia.

17 de julio de 2017

Esta entrada puede cambiar tu vida



No tenía claro si llevármelo, pero su poco peso y la opción de meterlo en un zapato -ahí no molestará- me decidió. Pues bien, después de tres meses de estudio en Cambridge, mi mayor descubrimiento fue precisamente él: mi calzador.

No recuerdo cuándo me hice con uno personal -metálico, pulido y con rebaba, como tiene que ser-, supongo que al comprarme unos castellanos hace ocho o diez años. Pues bien, hasta el verano pasado vine utilizando mi calzador sin reparar en toda su grandeza.

Grandeza en su sencillez, que se compendia en sus dos principales virtudes: su utilidad y su univocidad.

En primer lugar, el calzador es un objeto muy útil. No es imprescindible. Uno siempre puede terminar de meterse el zapato golpeando el suelo o la pared con la punta del pie a medio calzar, como hemos hecho todo siendo niños -a veces con la misma frustración con la que uno ha intentado quitarse un pantalón sin haberse quitado primero los zapatos. Ya en al adolescencia, la técnica de los golpes a la pared -ora disimulados, ora furibundos-suele ser reemplazada por el estrangulamiento digital: se intenta encauzar el talón dentro del zapato con los dedos índice y corazón. A veces la tarea es sencilla, a veces resulta un verdadero horror, con aprisionamiento incluido de falangeta dentro de la horma, en los casos más extremos.

Pues bien, todos estos excesos de infancia y juventud se pueden eliminar con un sencillo calzador, que convierte ese momento de crispación podológica matutina en un verdadero placer, suave, sencillo, rápido. La utilidad del calzador nos reconcilia con la civilización. De hecho, creo que la frontera que separa la adolescencia de la juventud y la madurez podría demarcarse en el momento exacto en el que una persona incluye en su mesilla de noche o en su armario un calzador.

Junto con la utilidad innegable del calzador, sería oportuno subrayar un segundo factor que lo hace grande: su unilateralidad. Casi todos los objetos pueden servir para varias cosas, en una suerte de prostitución utilitarista de la que pocos objetos escapan. Así, podemos utilizar un cenicero para clavar una alcayata, un papel para calzar una mesa, pasta de dientes binaca para tapar un agujero en la pared o una llave para intentar abrir la tapa de un móvil cuando nos hemos roto la uña y no hay manera de abrirlo. Utilizamos un zapato para luchar contra un mosquito, y una almohada para ayudar a morir a un ser querido del que queremos heredar. Con un calzador no. El calzador solo sirve para una cosa, que además no lleva más de quince segundos al día. En esa austeridad radica también su riqueza. Small is beautiful.

Me gustaría terminar esta entrada glosando brevemente una sentencia de Ulpiano: corruptio optimi, pessimi. La corrupción de lo mejor es lo peor. (No sé quién dijo eso, por supuesto, pero bueno: no pienso buscarlo en Google. Para una explicación detallada del motivo, véase la entrada anterior). Cuidado. El calzador, ese objeto discreto y canónico -sobre todo si es de metal pulido y con rebaba-, puede convertirse en un signo de decandencia y mediocridad, cuando deriva hacia su forma barroca y manierista: el calzador nalguero, que se alarga hasta tocar el pliegue del glúteo a fin de evitar a su zángano poseedor el esfuerzo de tener que agacharse para ponerse los zapatos. Ese calzador nalguero, que se vende en los chinos al lado de rascadores de espalda con borla de falso cuero, además de ser una horterada, es una invitación a la vagancia y la molicie. Su preocupante generalización indica que los bárbaros están ya a las puertas. Defendamos con Ulpiano el calzador tradicional, genial en su utilidad y en su univocidad, frente al calzador nalguero, verdadera punta de lanza de la opulencia pasiva y autodestructiva.

Dí sí al calzador tradicional. Hazte con uno hoy mismo. Cada día de tu vida -te lo prometo- me lo agradecerás. No era ninguna broma: esta entrada puede cambiar tu vida.