15 de agosto de 2014

¿Quién friega hoy?



Vivimos en una realidad construida, secundaria. En una jungla digital de mensajes, imágenes, dispositivos y aparatos. Por eso, el contacto con la realidad originaria y natural refresca tanto.

Hoy quería hablar de una de esas ventanas a lo real, que se me abre cada vez que friego platos. Fregar, es cierto, no requiere dosis alguna de creatividad o pericia, lo que no quiere decir que no tenga también su encanto. No hablaré ahora de la relajante espuma del jabón, de las arrugas en las manos, ni del sordo resbalar de la balleta sobre las copas de cristal. Todas estas cuestiones tienen su interés, que no hay que obviar.

Sin embargo, hoy me referiré particularmente al dolorcillo en los riñones que surge, indefectiblemente, cuando uno lleva ya alrededor de diez minutos fregando, ligeramente inclinado sobre la pila. A partir de ese umbral de tiempo, en efecto, cuando ya se vislumbra el final de la tarea, un ligero dolor en la zona lumbar nos asalta, haciéndonos el fregado más sacrificado y duro. Sin embargo, es en ese preciso instante cuando experimentamos el placer de fregar en toda su intensidad. Y ello porque fregar no es una ocupación fácil o banal para diletantes o aficionados, sino un sacerdocio doméstico, que exige su liturgia, su rito, su cota de sufrimiento y purificación. Ese calambre en la zona lumbar, debidamente acompañado por el sonido del agua al resbalar por los platos, y por el suave  olor del Fairy (ojo que hay marcas blancas excelentes, y otras que no hacen espuma ni aunque vacíes el maldito bote y frotes como un poseído), nos une a nuestros ancestros, especialmente a nuestras abuelas, y nos reconcilia con el mundo. Al terminar de fregar, los platos ya escurriendo vecinos a la pila, conviene aligerar el sumidero de algún trozo pequeño de lechuga, o viruta de jamón. Hecho esto, se mira hipnóticamente cómo desaparece el agua, para posteriormente intentar -nunca del todo satisfactoriamente- hacer desaparecer los restos de espuma de la pila.

Finalmente, uno se seca las manos en el delantal o la propia camiseta o pantalón, y se suma a la tertulia general discretamente, con la satisfacción del deber cumplido.

Y la tarde, y el mundo, siguen su curso, apacibles y tranquilos.

¿Quién friega hoy? Nunca lo dudes. Tú.