25 de abril de 2018

21 de abril de 2018

Placeres domésticos


Soy ordenado. No es mérito mío: siempre lo he sido. Cuando vuelvo de viaje, me encanta deshacer la maleta, e ir dejando cada cosa en su sitio. De hecho, la propia expresión "estará en su sitio" me produce un placer difícilmente explicable: ¡Qué manifestación de inteligencia y civilización! Que cada objeto tenga su lugar dentro de la casa, de la habitación, del cajón... es simplemente precioso. Tener un sitio propio otorga al objeto plena ciudadanía en una casa.

Hay cosas que todavía no tienen sitio. Suele suceder con los regalos de las bodas, carreras populares o amigos invisibles cuando no sabes dónde ponerlos (normalmente, porque son objetos mediocres: ni tan buenos que merecen un sitio inmediato, ni tan cutres que directamente van a la basura). Así, estos objetos normalmente son semi-abandonados sobre la mesa, encima de la cama o en el aparador de la entrada: el objeto todavía es un intruso, un invitado. Ponerlo provisionalmente en un sitio no cambia las cosas: sigue de prestado. Esta situación puede precipitar de tres formas distintas: hacia la casa de un amigo o vecino -"recolocación a tercero", todo un clásico del que hay verdaderos expertos-; directamente hacia la basura -deportación, bajo el lema "para qué quiero yo esta mierda que ocupa espacio y no vale para nada"- o hacia un lugar propio y definitivo -adopción del mismo, reconocimiento pleno de sus derechos. También existe una cuarta posibilidad, fruto de la omisión: la de mantener la situación de interinidad indefinidamente. Es lo que suele pasarle a las personas desordenadas, que no se deciden ni a colocar, ni a ordenar ni a tirar, y sus casas o despachos se convierten en lugares donde el caos encuentra su asiento. A este respecto, podría contaros cosas espeluznantes... pero bueno, volvamos a los placeres.

Otro placer casi inefable para quienes somos ordenados: buscar algo que no sabemos dónde lo hemos dejado en el sitio en el que, siguiendo la lógica, debería haber sido puesto... y encontrarlo esperándonos ahí. Es como una cita -no diré romántica, pero sí cómplice- con nuestro yo del pasado. Bien hecho. Dejar algo en su sitio, donde razonablemente debe estar, es citarnos con un yo futuro en un momento indeterminado, pero precisamente ahí. Lo contrario, dejar las cosas en cualquier lugar y de forma irracional -ale, al fondo del cajón o hecho un burruño en un altillo-, supone poner la zancadilla a nuestro yo futuro, amargarle una tarde, hacerle perder un tiempo que hoy no sabemos si tendremos o no. En este sentido, el desorden podría ser definido como una autoputada diferida.

Un último placer doméstico asociado al orden: el de tirar cosas. La gente tiende a acumular todo tipo de objetos inútiles por pena de tirarlos, para luego enojarse al ver cómo esas cosas invaden sus espacios -casa, habitación, armario, escritorio del ordenador-, les amargan la vida y les generan malas vibraciones. No te dejes engañar por el... "quizá lo use en el futuro" o el "ya lo tiraré otro día". No. Sé fuerte. Tira cosas. Celébralo. Es realmente reconfortante y placentero. Hace poco leí un libro llamado "El arte de tirar". Lo mejor del libro era el título, la verdad -de hecho, tiré el libro antes de acabarlo, en un ejercicio de coherencia. Pues bien, ejercítate en ese arte. Tirar todo aquello que no te guste y no sea imprescindible te hará mucho más feliz.

Todo esto lo pensaba ayer, cuando un amigo me prestó pasta de dientes en un viaje y vi que su tubo de pasta de dientes estaba apretujado por el centro. Como si el tío lo hubiera apretado con todo el puño por la mitad, para ponerse un poquito de pasta de dientes en el cepillo. ¡Qué diferentes somos!, pensé. Personalmente, no podría vivir con alguien que se pusiera la pasta de dientes así. ¿Seré un maniático por apretar mi tubo de pasta de dientes desde abajo? ¿O es lo que hacen las personas civilizadas y racionales? ¿Deberían sobreimprimir unas instrucciones básicas sobre cómo utilizar el tubo? ¿Cómo se puede ser tan zángano? Si tiene así el tubo de dientes... ¿cómo estará su habitación de ordenada? ¿cómo hará su cama? ¿cómo estará la guantera de su coche? Sólo de pensarlo me daban escalofríos. Cada vez era más difícil refrenar mis pensamientos, que llegaban a conclusiones impredecibles y kafkianas: "Dime cómo te pones pasta de dientes y te diré quién eres", "Muchos divorcios y crisis de pareja se solucionarían si en los primeros compases de la relación se realizara la prueba del tubo de pasta de dientes", "¿Qué sociedad estamos construyendo, con gente que se pone así la pasta de dientes?", y un largo etcétera.

Llámame fascista, pero cuando terminé de lavarme los dientes, no pude evitar el impulso de tirar el tubo de pasta de dientes a la basura. Y cuando un rato después mi amigo me preguntó dónde estaba su dentífrico, le contesté displicente: "Estará en su sitio..."