27 de agosto de 2020

Los tomates de su señoría


 

Mi amigo G., que es juez, ha arrendado un predio a un agricultor de su pueblo, y los fines de semana se los pasa doblando el lomo en el huertecillo cultivando hortalizas. Ignoro si esta súbita afición es fruto de una bucólica añoranza de lo auténtico y lo natural, de un postureo pseudonaturalista de corto aliento o de una prudente toma de distancia respecto de la adolescencia de sus hijas. Todo podría ser.

En cualquier caso, ayer por la tarde me trajo a casa una cesta con tomates de su huerto, "fruto del sudor de mi frente", me dijo con una amplia sonrisa, llena de orgullo y satisfacción. A pesar de que la frase quizá no fuera la más acertada para despertar mi inclinación hacia los tomates (no nos engañemos, sudar sudar sudan más otras partes del cuerpo), agradecí mucho el gesto, y por la noche preparé una generosa ensalada a base de tomates con la que acompañamos la cena.

Sin considerarme un experto en alimentación vegetal -"de lo que come el grillo poquillo" es una de mis divisas culinarias- he de decir que los tomates estaban buenísimos. De todas formas, tengo la sospecha de que me supieron tan ricos porque eran el resultado del esfuerzo, la generosidad y el cariño de un buen amigo. 

Seguro que detrás de cientos de objetos que encuentro y utilizo cada día hay también buenas dosis de sacrificio, ilusión y cariño. Si fuera capaz de tenerlo presente probablemente las agradecería y disfrutaría más, como me ha pasado con los tomates de su señoría. Voy a intentarlo.

23 de agosto de 2020

Lo importante es la actitud

 

B. es un early adopter. Le gusta lo cool, lo inn, lo hipster. Hace un tiempo le echó el ojo a una zumería, y tras varios meses de amagos, el otro día por fin fuimos a tomar un zumo en el local.

Una vez instalados en una mesita baja -léase incómoda-, rodeados de personas interesantes que van a zumerías, comenzamos a estudiar la carta. La gama de zumos era casi inabarcable, aunque más que zumos mi impresión fue que lo que se ofrecían eran purés: nabo, remolacha, espinacas, pepino, cilantro...

Mientras B. sonreía escrutando las propuestas que la generosa carta ponía al alcance de su sofisticado paladar, yo cada vez sentía más ganas de pedirme una coca-cola. O un zumo de naranja, para no profanar el templo del sincretismo vegetal con mi obscena demanda de una vulgar bebida gaseosa. Sin embargo, teniendo en cuenta la ilusión con la que B. ponderaba las propuestas de la carta, terminé pidiendo un batido de fresa, limón y remolacha, que acompañó al de melón, pepino y espinacas que pidió B.

El sabor, la verdad, no me resultó nuevo. Ya en mi colegio había probado algún viernes líquidos parecidos, aunque servidos en platos soperos, y no en vasos de balón con hielos. También en alguna primera comunión había mezclado sabores similares en un vaso de plástico, si bien es cierto que los de la zumería no remataron su preparado con un ganchito naranja, lo que resultó decepcionante.

Ni B. ni yo terminamos nuestro jugo, pero la experiencia global fue muy satisfactoria. Nos vimos después de un tiempo; estuvimos rodeados de personas interesantes que van a zumerías; la semana siguiente pudimos adornarnos con algún distraído: "tomando el otro día un zumo con un amigo..."; y pagamos 16 euros por una merienda, lo que de forma inconsciente me hizo sentir un elegido, alguien perteneciente a un selecto club.

"Esto hay que repetirlo", le dije a B. mientras -todavía con el estómago revuelto- nos despedíamos al lado de su bicicleta fixie.

10 de agosto de 2020

Cambio de valores

 

De forma inconsciente, y probablemente injusta, asocio la práctica del yoga, el pilates y el mindfulness a  mujeres insatisfechas de 40 a 50 años, aunque no he cotejado esta intuición con ningún estudio sociológico. Tampoco sabría decir, por cierto, si la práctica de estas técnicas -flor de loto, balones de plástico gigantes y monitores maduritos y bronceados que ora marcan paquete en mallas negras ora lucen indumentaria holgada de lino blanco- contribuye a apaciguar esa difusa zozobra existencial y -diría si no fuera un micromachismo- menopáusica.

Por eso, el otro día me sorprendió descubrir en mi barrio una nueva academia para niños especializada en mindfulness infantil. Junto a distintos cursos y terapias, en uno de sus escaparates se anunciaba un libro de meditación para niños titulado "Tranquilos y atentos como una rana".

El título y la portada me hicieron mucha gracia, sobre todo por el atrevimiento de proponer a la rana -batracio bastante denostado en el imaginario colectivo de mi generación- como un modelo para los niños.

"No sé", pensaba camino hacia mi casa. "Entiendo el problema de la dispersión infantil y comparto la importancia de trabajar la concentración desde edades tempranas... Pero... ¿¿como una rana?? ¿Alguien le gustaría ir a una tutoría en el colegio de su hija y recibir unas palmadas en la espalda mientras le dicen que su hija recuerda a una rana?" Y se me venía a la cabeza la cara de un profesor de mi colegio apodado "el Sapo", hombre orondo de generosa papada, ojos saltones y mirada triste.

Mientras así discurría, admitiendo por otro lado que "el Sapo" no era un mal tío, y era indudablemente atento y tranquilo, me crucé con dos señores mayores que venían conversando muy animadamente en sentido opuesto al mío. De su conversación solo me alcanzaron cinco palabras, pronunciadas por uno de ellos con gran solemnidad mientras las acompañaba haciendo una amplica C con los dedos índice y pulgar: "...nos comimos unos entrecotts así". Y le brillaban los ojos de la emoción.

De forma inconsciente, y probablemnte injusta, concluí que aquellos señores no se dirigían a la academia a recoger a sus nietos de una sesión de mindfulness. Aunque todo podría ser.

2 de agosto de 2020

Más vale perder 15 euros que el alma


Aquel libro con consejos para hablar en público arrancaba así: "Las ideas son la moneda de cambio del siglo XXI. Si quieres triunfar, necesitas ser capaz de vender tus ideas de forma atractiva".

Como es natural, abandoné la lectura inmediatamente.