29 de diciembre de 2017

115



Volvía de cenar en Alicante con unos amigos. No tenía mucha prisa, y sí cosas sobre las que pensar, de modo que decidí tomármelo con calma. 115. No lo había hecho nunca. Al día siguiente repetí la experiencia en un trayecto de vuelta desde Castellón. Creedme: la sensación fue indescriptible. De solo recordarlo se me pone la piel de gallina.

Conducir a 115 km/h es como llevar unos pantalones de cuadros, o visitar un museo con las manos en la espalda. Es de rico. De genio. Digámoslo claro por una vez: de puto amo.

Cuando conducimos rápido demostramos ansiedad y prisa, al tiempo que desvirtuamos el camino que recorremos, que queremos dejar atrás cuanto antes. (Personalmente, siempre he sospechado que los conductores veloces arrastran traumas infantiles o complejos arraigados de los que no consiguen escapar).

Ir entre 120 y 130 no está mal, pero puede suponer un acatamiento acrítico de la reglamentación de tráfico y generar una estandarización conductista ciertamente indeseable. También puede obedecer a un atávico miedo a la sanción administrativa, una de las formas de homogeniezación social que ciudadanos verdaderamente libres deberían despreciar.

Ir a 115 es lo que mola: demuestra que se es dueño del tiempo, que se disfruta del camino, del paisaje, de la soledad o de la compañía. Ojo: hay que proponérselo. Si te descuidas te adelantan hasta los camiones de ganado. Pero el darte cuenta de lo despacio que vas te hace sonreír, ser consciente de que a 115 estás tomando posesión de lo que es tuyo. De aquello que la sociedad hiperconectada y vertiginosa de la teta y la cacha ya no te volverá a arrebatar.

La próxima vez que te pongas al volante no lo dudes: súmate al club de los 115. Hazme caso. Vivirás experiencias increíbles.

10 de diciembre de 2017

Qué alivio



Qué alivio nos invade cuando, ante la invitación a un plan que no nos apetece nada, entre las mil y una excusas poco convincentes que buscamos a toda velocidad en nuestro cerebro y que pondríamos con la boca pequeña, cuando nos damos cuenta de que estamos a punto de ser embarcados en un asunto que nos da una pereza mortal, que nos están viviendo la vida pero bueno, que para algo están los amigos... descubrimos súbitamente que de verdad no podemos ir por una causa importante.

"Lo siento un montón" (mentira), "pero (gracias a Dios) tengo otro lío (¡menos mal!) y no voy a poder ir. Me sabe fatal (que me invites a estas mierdas). Si consigo librarme de lo otro (ni loco) te digo algo (espera sentado)".

Magnífica mezcla de amistad, buenos modales, un poco de cinismo y pecado original. Así somos. Mola.

19 de noviembre de 2017

El zapatero de mi barrio


En mi barrio hay zapatero. Tiene una tienduca pequeña, que huele a betún y a alcanfor. Es un hombre de una edad indeterminada entre los cuarenta y los cien años. Es algo calvo, pero con el pelo blanco cortado al uno. Tiene un carácter pausado, y una mirada amable, que parece ver cosas más allá de lo que vemos los demás. Corre el rumor de que es judío o judaizante: ya ves tú qué importancia tendrá... aunque quizá sí la tiene, ya que es un rasgo de identidad en esta sociedad homogeneizadora. En su tienda -mejor dicho, en su taller- siempre suena Radio 3, música clásica. Y él debe saber tocar un instrumento musical, porque tiene un cartel de una banda municipal colgado en la pared, como si él formara parte del colectivo de algún modo. El tío es un manitas, que igual te arregla un zapato -¡qué menos!-, que un llavero, una cremallera o la correa de un reloj.

El otro día entablé una breve conversación con él, mientras trajinaba con una de sus máquinas para arreglarme un botín. Le pregunté cuántos años tenían las máquinas de las que se sirve, y me enteré de que una máquina Singer que tiene detrás del mostrador tiene más de cien años, y todavía la usa. Las otras dos -grandes como frigoríficos-, tienen en torno a cincuenta años. El hombre lo decía con orgullo, como quien alaba a un hijo o presume del tamaño de una lechuga que ha cultivado en su huerto con el sudor de su frente y el dolor de su lomadar. Si yo amo mi portátil, con el que hice la tesis y al que mantengo ya diez años, y el día que tenga que tirarlo sé que habré de guardar luto, no quiero ni pensar qué vínculo se romperá el día que mi zapatero judaizante se jubile y las máquinas tengan que buscarse otro artesano.

Mientras volvía a casa con la bolsa de plástico chocándome contra las piernas pensaba en el olor de la tienda, la música clásica, la serena mirada del zapatero mientras realizaba su trabajo al compás del zumbido constante de la máquina. Y no pude sino sentir un deje de envidia, de melancolía. Melancolía por un mundo que se acaba. Un mundo de artesanos que aman su trabajo y lo realizan sin prisa. Un mundo de olores y de callos en las manos. Que desaparece y deja paso a un mundo aséptico, que no huele a nada, donde personas sin raíces ni memoria ni roña entre las uñas nos afanamos por hacer muchas cosas, y por contar a todo el mundo que las hemos hecho, a través de pantallas muy brillantes de sofisticados dispositivos condenados a la obsolescencia programada. Cada vez más lejos de las cosas, de los demás, de nosotros mismos.

Al meter la llave en la cerradura de casa, cada vez más consciente de su anacronismo, no pude sino musitar: "Zapatero, gracias. Zapatero, por favor, resiste."

20 de octubre de 2017

Sentimientos irracionales


Desde que conduzco un coche cuyo motor se detiene en los semáforos, a veces algo dentro de mí protesta cuando el semáforo se pone en verde demasiado pronto. Y pienso: "¿no podría seguir en rojo un rato más?". ¿Soy el único a quien le pasa?




Las monedas de dos euros molan. Son como las antiguas de 500 pesetas. Transmiten la sensación de poderío, de holgura, de suficiencia. No hay café ni refresco que se les resista, así, de normal. Prestar un euro es de gente cutre. Los euros sueltos se regalan. Ahora bien, desprenderse de una moneda de dos euros ya pica. Mientras esta mañana venía reflexionando sobre todo esto, he caído en la cuenta de que los billetes de 5 euros generan en mí sentimientos totalmente opuestos. Siempre arrugados, hermanos pequeños del billete de 20 -e incluso de 10, ya ves tú-, dan la impresión de estar siempre como acomplejados, de llegar justos a todas partes, de no ser nunca bastante. Son un sí pero no.

Llámame loco, pero me siento más feliz cuando llevo en el bolsillo una moneda de dos euros que un billete de cinco.

El mundo de ayer. Memorias de un europeo. Stefan Zweig



Este verano pasado leí “El mundo de ayer. Memorias de un Europeo”, de Stefan Sweig. Es un libro plácido, sereno, con una pátina de tristeza, de atardecer. Zweig lo escribe un poco antes de suicidarse en el año 1942 en Brasil, abrumado por los constantes triunfos de Hitler, que hacían presagiar su victoria final en la 2ª Guerra Mundial. El escritor austríaco analiza al hilo de sus vivencias la historia de Europa los últimos lustros del siglo XIX y hasta la llegada de Hitler al poder.

Realmente Sweig es un hombre culto, y de las memorias se trasluce su profundo amor a Europa, su cosmopolitismo y su sensibilidad hacia todas las manifestaciones artísticas: literarias, teatrales, musicales... A lo largo del relato, la tristeza y la melancolía van ganando intensidad, cuando el autor constata que las grandes creaciones artísticas y culturales que tanto ama son impotentes para evitar la Gran Guerra y el advenimiento de los totalitarismos. Pienso además que la total ausencia de Dios en el relato –se conoce que Sweig no debía tener fe- justifica esa desesperanza que paulatinamente va apareciendo en el relato.

Zweig nos presenta a lo largo de las páginas a numerosas personas a quienes conoció, con trazos entrañables, certeros, finos. El tío debía tener una interioridad muy rica, y una capacidad de penetración en la personalidad de los demás muy aguda. Realmente, su prosa es sencilla y sabrosa, es un gusto leerle. A uno le va amueblando el interior, enseñándole a captar matices y detalles. Todo esto suena un poco pedante, quizá no podría decirlo a unos amigos el lunes por la mañana, pero en fin.

Solo pondría dos peros al libro, que a mi juicio le hacen perder algo de credibilidad: conoce a demasiadas personas muy influyentes y está en lugares cruciales demasiadas veces; y las cuatro líneas que dedica a la guerra civil española son curiosas. Viene a decir que lo que vio en España en las tres horas que estuvo fue a unos curas reclutando jóvenes famélicos a quienes uniformaban y metían en camiones –pagados por los fascismos europeos- para que lucharan contra las instituciones legítimas de su país. En fin, a lo mejor el hombre fue lo que vio, pero parece un juicio algo grueso.

Copio algunas citas que me han gustado especialmente. Ahora que las releo no son para tanto, pero durante la lectura me parecieron especialmente punzantes.
pp. 44 y 45. No a la eficiencia inhumana.
La gente vivía bien, la vida era fácil y despreocupada en aquella vieja Viena, y los alemanes del norte miraban con cierto enojo y desdén a sus vecinos del Danubio, que, en vez de ser eficientes y mantener un riguroso orden, disfrutábamos de la vida, comíamos bien, nos deleitábamos con el teatro y las fiestas, y, además, hacíamos música excelente. En vez de la eficiencia alemana que, al fin y al cabo, ha amargado y trastornado la existencia de todos los demás pueblos, en vez de ese ácido querer-ir-adelante-de-todos-los-demás y de progresar a toda velocidad, a las gentes de Viena les gustaba conversar plácidamente, cultivar una convivencia agradable y dejar que todo el mundo fuera a lo suyo, sin envidia y en un ambiente de tolerancia afable y quizás un poco laxa.

197. Tras ver a Rodin trabajar en su estudio.
En aquella hora había visto revelarse el secreto de todo arte grandioso y, en el fondo, de toda obra humana: la concentración, el acopio de todas las fuerzas, de todos los sentidos, el éxtasis, el transporte fuera del mundo de todo artista.

418. Ambiente en Moscú en 1928. Critica la burocracia
Había gente agolpada en todas partes, en las tiendas, frente a los teatros, y en todos esos lugares tenía que esperar, pues todo estaba tan ultraorganizado que nada funcionaba bien; la nueva burocracia, encargada de imponer el orden, todavía disfrutaba del placer de llenar formularios y expedir permisos, con lo cual lo atrasaba todo.

502. La técnica y el alma. La necesidad de huir de la actualidad.

Casi parece una malévola venganza de la naturaleza contra el hombre el que todas las conquistas de la técnica –gracias a las cuales le ha arrancado las fuerzas más secretas- le destruyan el alma. La peor maldición que nos ha acarreado la técnica es la de impedirnos huir, ni que sea por un momento, de la actualidad. Las generaciones anteriores, en momentos de calamidad, podían refugiarse en la soledad y el aislamiento; a nosotros, en cambio, nos ha sido reservada la obligación de saber y compartir en el mismo instante lo malo que ocurre en cualquier lugar del globo.

30 de agosto de 2017

Hazlo tan bien que no puedan ignorarte



Hazlo tan bien que no puedan ignorarte
Por qué ser competente importa más que la pasión para alcanzar el trabajo de tus sueños
Cal Newport

El libro no está mal. Sobre todo me ha gustado que va un poco contra los típicos tópcios de: "persigue tus sueños", "sigue tu pasión", "querer es poder", etc, tópicos que siempre me han parecido un poco infantiloides.

La tesis del autor es básicamente la siguiente: en lugar de obsesionarte por encontrar el trabajo de tus sueños, esfuérzate por trabajar cada vez mejor en lo que haces. Para ser cada vez mejor, es necesario el entrenamiento deliberado: no basta con hacer siempre lo mismo más o menos bien, sino que debes ser consciente de cuáles son tus puntos débiles y trabajar esforzadamente por mejorarlos. Ese esfuerzo hará que a medio plazo tu trabajo te guste cada vez más, y puedas disfrutar en él. Además, si te colocas en la vanguardia de tu sector, si eres realmente bueno, podrás encontrar tu misión profesional.

El consejo del autor puede resumirse así: para ser feliz en tu trabajo, en lugar de buscar el mejor trabajo posible, intenta trabajar de la mejor manera posible.

Copio algunas citas interesantes:

p. 18. Fija tu objetivo en trabajar bien, en lugar de hacerlo en tener un buen trabajo.

p. 30. Existe en las películas una idea de que cada cual debe perseguir sus sueños, pero no me la creo. (...) La clave está en obligarse a trabajar bien, obligar a las habilidades a nacer; esa es la fase más dura.

p. 33. Empleo, carrera, vocación.
Un empleo es algo que permite pagar el alquiler, una carrera es una trayectoria hacia trabajos cada vez mejores, y una vocación es un trabajo que forma parte importante de la vida, y a la vez es parte vital de la propia identidad. (En todas las categorías profesionales hay gente que ve su trabajo de una de estas tres formas. El tipo de trabajo no predice cuánto la gente disfruta en él, sino que lo hace la forma en la que uno se lo toma: como un empleo, como una carrera, o como una vocación).

p. 40. No sigas tus sueños.
Decirle a alguien que persiga sus sueños no es solo un acto de optimismo inocente, sino que -potencialmente- puede ser la base de una carrera guiada por la confusión y la angustia.

pp. 52-53. Perspectiva del artesano vs perspectiva de la pasión
En resumen, existen dos formas diferentes de pensar sobre el trabajo. La primera es la perspectiva del artesano, que se centra en lo que uno puede aportar al mundo. La segunda es la perspectiva de la pasión, que a su vez se centra en lo que el mundo puede aportar a uno. (...) Tal como comprendí (..) la perspectiva del artesano tiene algo liberador, porque obliga a dejas atrás las preocupaciones egoístas sobre si el trabajo que se tiene es el "correcto" y a la vez inisiste en persverar en hacerlo realmente bien.

p. 83. Hay que forzar las destrezas.

p. 90. Si te limitas a trabajar duro, pronto alcanzarás un nivel de destreza que no serás capaz de mejorar (...). Para mejorar: entrenamiento deliberado. En resumen, el entrenamiento deliberado es la clave para llegar rápidamente a hacerlo tan bien que no puedan ignorarte.

p. 99. Entrenamiento deliberado.
Hacer aquello que conocemos bien es entretenido, pero también es exactamente lo opuesto a lo que exige el entrenamiento deliberado... El entrenamiento deliberado es, sobre todo, un esfuerzo de concentración y enfoque. Eso es lo que hace que sea deliberado, algo bien distinto de la práctica descuidada de escalas o raquetazos a los que se dedica casi todo el mundo.

p. 144. Trabajar bien es duro. La dureza solo espanta a los soñadores y a los apocados, que dejan más oportunidades a los que están dispuestos a dedicarle tiempo a diseñar con cuidado la mejor ruta, y después ponerse en marcha con confianza.

p. 149. Misión profesional.
Una buena misión profesional es parecida a un descubrimiento científico; se trata de una innovación que espera ser descubierta en el adyacente posible de tu ámbito. si deseas identificar una misión en tu vida profesional, deberás posicionarte primero en la vanguardia, el único lugar desde el que se puede ver una misión. (...) Vistas en retrospectiva, estas ideas son evidentes. Si las misiones que pueden transformar la vida de los demás pudieran encontrarse solo reflexionando y con una actitud optimista, cambiar el mundo sería cosa de niños. Pero no lo es; de hecho, es muy infrecuente. Esta singularidad, tal y como podemos comprender ahora, se debe a que los grandes descubrimientos exigen primero estar en la vanguardia, algo que resulta dura, con una dureza que habitualmente evitamos en nuestro trabajo.

171. Esfuerzo por ser interesante.
"O eres interesante, o eres invisible", afirma Seth Godin en su éxito de 2012 La vaca púrpura. (...). "El mundo está lleno de cosas aburridas -vacas marrones-,  por eso poca gente les presta atención... Una vaca púrpura... eso sí que destaca. El marketing de interés es el arte de construir algo que merezca la pena darse a conocer".

186. Más sobre la práctica deliberada.
Descubrí que los músicos, atletas y jugadores de ajedrez, entre otros, son conscientes de la práctica deliberada, pero los trabajadores no. Casi todos los empleados del sector servicios huyen de ese incómodo esfuezo como de la peste, realidad que queda confirmada por la obsesión del típico oficinista por comprobar si tiene algún correo nuevo. ¿Qué es esto, sino una vía de escape frente a algo más exigente mentalmente?

Revelar fotos - Hacer una cadena - Que las cosas maceren



Hoy he ido a revelar unas cuantas fotos chulas que tenía en el móvil. Algunas las regalaré a amigos. Otras las pondré en un marco de los chinos. Y otras las guardaré en un cajón con otras que ya tengo, y que de vez en cuando repaso. Estoy contento: las he rescatado del olvido. De no haberlas revelado, las habría perdido, como tantas otras, sepultadas en usbs perdidos, en móviles sumergidos o en ordenadores estropeados. Estas ya no se me escapan. Y en unos años serán el hilo conductor de mis recuerdos de estos años.

***

Hacer una cadena mola. No me refiero a la cadena de montaje del estilo: estamos haciendo mojitos, yo pongo hielo, tú azúcar, tú ron, etc., sino a la cadena más sencilla para pasarse cosas. Del pequeño caos inicial -al recoger la mesa, colocar sillas para un evento, o lo que sea- se pasa a una organización de lo más sencilla y efectiva. Si el trabajo acaba rápido, uno comenta: "mira qué bien, en un periquete lo hemos dejado listo". Si por el contrario se trata de una tarea larga, la cadena cobra una cadencia muy gratificante. Aunque el trabajo requiera esfuerzo, el ritmo y el balanceo de la cadena ofrecen una sensación de lo más satisfactoria. Es curioso además que cuando el primer dolorcillo ataca los riñones o los músculos de los brazos, la sensación de felicidad incrementa. No sé por qué, pero hacer una cadena mola. Me preguntó quiénes fueron los primeros seres humanos que hicieron una cadena. Unos pioneros, sin duda.

***

Este curso me he propuesto hacer un pequeño resumen o comentario de los libros que leo. No para dar la paliza al personal -de hecho, no pretendo que la gente los lea-, sino fundamentalmente para dejar que esas lecturas y películas reposen, como las paellas. La idea es evitar el ir saltando de una lectura a otra atolondradamente, como un pollo sin cabeza. Veremos si soy capaz de cumplirlo.

26 de julio de 2017

Las puertas del Averno


Son las cuatro de la tarde. Hace un sol de justicia. Caminas despacito por la exigua sombra, muy pegado a las fachadas y los escaparates. Y entonces, a través de unos filtros gigantes, de repente te llega una ráfaga de aire caliente que sale de las bodegas de un supermercado. Es un chorro tórrido y total: de los pies a la cabeza. Sientes cómo se te nubla la vista y te falta el oxígeno, pero no ha pasado ni un segundo y ya estás a salvo.

"¿Serán cabrones?", protestas. Pero en seguida se te olvida: no llamas al ayuntamiento, ni orinas en el filtro, ni entras con el rostro desencajado en el establecimiento rebosando sentido cívico, y repitiendo "podría haber sucedido una desgracia". No. No haces nada. Sigues andando y te olvidas. Por eso mismo mañana mismo te volverá a suceder.

A partir de ahora, espero que ese intempestivo impacto calorífico vaya acompañado de un recuerdo a esta entrada del blog y una medio sonrisa. Rescataremos así esos brevísimos instantes de asfixia y turbación, haciéndolos jugar a nuestro favor. Como cuando pisas un adoquín suelto un día de lluvia.

17 de julio de 2017

Esta entrada puede cambiar tu vida



No tenía claro si llevármelo, pero su poco peso y la opción de meterlo en un zapato -ahí no molestará- me decidió. Pues bien, después de tres meses de estudio en Cambridge, mi mayor descubrimiento fue precisamente él: mi calzador.

No recuerdo cuándo me hice con uno personal -metálico, pulido y con rebaba, como tiene que ser-, supongo que al comprarme unos castellanos hace ocho o diez años. Pues bien, hasta el verano pasado vine utilizando mi calzador sin reparar en toda su grandeza.

Grandeza en su sencillez, que se compendia en sus dos principales virtudes: su utilidad y su univocidad.

En primer lugar, el calzador es un objeto muy útil. No es imprescindible. Uno siempre puede terminar de meterse el zapato golpeando el suelo o la pared con la punta del pie a medio calzar, como hemos hecho todo siendo niños -a veces con la misma frustración con la que uno ha intentado quitarse un pantalón sin haberse quitado primero los zapatos. Ya en al adolescencia, la técnica de los golpes a la pared -ora disimulados, ora furibundos-suele ser reemplazada por el estrangulamiento digital: se intenta encauzar el talón dentro del zapato con los dedos índice y corazón. A veces la tarea es sencilla, a veces resulta un verdadero horror, con aprisionamiento incluido de falangeta dentro de la horma, en los casos más extremos.

Pues bien, todos estos excesos de infancia y juventud se pueden eliminar con un sencillo calzador, que convierte ese momento de crispación podológica matutina en un verdadero placer, suave, sencillo, rápido. La utilidad del calzador nos reconcilia con la civilización. De hecho, creo que la frontera que separa la adolescencia de la juventud y la madurez podría demarcarse en el momento exacto en el que una persona incluye en su mesilla de noche o en su armario un calzador.

Junto con la utilidad innegable del calzador, sería oportuno subrayar un segundo factor que lo hace grande: su unilateralidad. Casi todos los objetos pueden servir para varias cosas, en una suerte de prostitución utilitarista de la que pocos objetos escapan. Así, podemos utilizar un cenicero para clavar una alcayata, un papel para calzar una mesa, pasta de dientes binaca para tapar un agujero en la pared o una llave para intentar abrir la tapa de un móvil cuando nos hemos roto la uña y no hay manera de abrirlo. Utilizamos un zapato para luchar contra un mosquito, y una almohada para ayudar a morir a un ser querido del que queremos heredar. Con un calzador no. El calzador solo sirve para una cosa, que además no lleva más de quince segundos al día. En esa austeridad radica también su riqueza. Small is beautiful.

Me gustaría terminar esta entrada glosando brevemente una sentencia de Ulpiano: corruptio optimi, pessimi. La corrupción de lo mejor es lo peor. (No sé quién dijo eso, por supuesto, pero bueno: no pienso buscarlo en Google. Para una explicación detallada del motivo, véase la entrada anterior). Cuidado. El calzador, ese objeto discreto y canónico -sobre todo si es de metal pulido y con rebaba-, puede convertirse en un signo de decandencia y mediocridad, cuando deriva hacia su forma barroca y manierista: el calzador nalguero, que se alarga hasta tocar el pliegue del glúteo a fin de evitar a su zángano poseedor el esfuerzo de tener que agacharse para ponerse los zapatos. Ese calzador nalguero, que se vende en los chinos al lado de rascadores de espalda con borla de falso cuero, además de ser una horterada, es una invitación a la vagancia y la molicie. Su preocupante generalización indica que los bárbaros están ya a las puertas. Defendamos con Ulpiano el calzador tradicional, genial en su utilidad y en su univocidad, frente al calzador nalguero, verdadera punta de lanza de la opulencia pasiva y autodestructiva.

Dí sí al calzador tradicional. Hazte con uno hoy mismo. Cada día de tu vida -te lo prometo- me lo agradecerás. No era ninguna broma: esta entrada puede cambiar tu vida.

10 de junio de 2017

Ponerse un San Cristóbal (o por qué no pienso buscarlo en Internet)


Iba a comprarme una imagen de la Virgen con imán para el coche. En la tienda, entre los productos "al efecto" me topé con una imagen de San Cristóbal, patrono de los viajeros. "¡Anda! ¡Como en el coche de los abuelos Ramiro y Maruchi!" La imagen representa a San Cristóbal, barbudo y fornido, llevando a un niño pequeño -¿el niño Jesús?- a un hombro mientras cruza un río. Iconografía clásica del santo. Así que nada, en lugar de la imagen de la Virgen me decanté por San Cristóbal, por aquello de seguir la tradición familiar.

Pues bien, una vez que pequé la imagen en el coche, me di cuenta de que no sé quién es San Cristóbal, ni qué hizo para convertirse en patrono de los viajes. Y, sobre todo, qué pinta llevando al niño Jesús a hombros sobre las aguas.

En un primer momento se me ocurrió buscar la historia del santo en la Wikipedia, pero rechacé la idea de inmediato. Creo que esa forma de acercarse a la historia de San Cristóbal es demasiado aséptica y fría. Mi relación con él es mucho más personal, se remonta los primeros recuerdos que tengo de mis viajes con los abuelos. Es una presencia continua al comienzo y al final de las vacaciones, con el coche cargado de maletas, raquetas y bocadillos: "San Cristóbal. Ruega por nosotros. San Rafael. Ruega por nosotros. Ahora ponemos la música y os calláis un poco". No puedo permitir que este velo de misterio e intimidad sea descorrido por una información impersonal e historicista aportada de forma anónima por una página web norteamericana. Prefiero ir buscando a tientas. Prefiero la penumbra, preguntar con interés y descubrir progresivamente, sin prisa. Seguro que algún amigo mío o algún familiar conoce la historia de San Cristóbal, tiene una intuición, o puede facilitarme alguna pista. A lo mejor incluso se inventa algo que me resulte cálido y real, a pesar de su discutida veracidad histórica. Esa aproximación paulatina es mucho más oportuna y humana. Las tradiciones no se aprenden en Internet; se descubren, se reconocen, se encarnan y se transmiten de forma personal. Cuando en el futuro explique quién es San Cristóbal me gustará saber de quién lo aprendí. Google no tiene nada que hacer ahí.

Por ahora he preguntado ya a tres o cuatro personas. Nadie ha sabido responderme, si bien Salva se aventuró con una teoría. Entre las ideas de Salva, y mi imaginación, he elaborado ya tres hipótesis:
a. San Cristóbal era un beduino que ayudó a la Sagrada Familia en su huida a Egipto.
b. San Cristóbal salvó una imagen del niño Jesús que era famosa en su pueblo de unas inundaciones.
c. San Cristóbal ayudó a un niño pobre a cruzar un río, y cuando se hubo despedido de él, Dios le hizo ver que quien ayuda a un necesitado está ayudando al mismo Cristo.

He de reconocer que de las tres teorías, me quedo con la tercera, aunque me cuesta explicar que hace un niño de tres años intentando cruzar un río. Lo del beduino es poco probable, y lo de la imagen famosa del niño Jesús también suena un poco extraño. En fin, seguiré preguntando. Conozco un abogado simpático y tripón que se llama Cristóbal. Lógicamente, no voy a llamarle exclusivamente para esto, para no pasar por loco: a ver si le veo pronto, y me saca de mis dudas. En cualquier caso, estoy contento por haber resistido a la tentación de buscar la información en Internet.

De lo que sí que estoy seguro es de que Maruchi, Ramiro y San Cristóbal -colgado en el guardabarros de mi coche-, sonríen con estas paranoias, y me protege en los viajes. Que así sea.

4 de mayo de 2017

Micontraseña25



Que caduquen los jarabes es lógico. Te venden botes generosos, y tras unas cuantas cucharadas lo dejas al fondo de la alacena hasta que siete años después te vuelve a entrar una tos persistente. Buscas el jarabe, y ya sólo dando vueltas al tapón te das cuenta de que aquello ya no está en buen estado, y puede llegar a matarte si lo ingieres. Lo que resulta llamativo es que normalmente no tiramos el jarabe, sino que lo empujamos de nuevo al fondo de la balda, no vaya a ser que en el futuro el jarabe recupere su tonicidad.

Que caduquen los yogures sucede.  Uno intenta evitarlo, pero lo cierto es que los de galleta y coco suelen quedarse para el final. A veces uno hasta se alegra de ver que el yogur de coco ha caducado y puede tirarlo a la basura sin remordimientos, y tomarse uno de fresa o plátano.

Lo que no consigo entender es por qué caducan las contraseñas. Es más, me parece indignante. Ya me parece mal tener que añadir carácteres extraños (*="/|) y números, lo que siempre hace más complejo el acceso. Ahora bien, lo de tener que cambiar la contraseña de acceso a mi ordenador y a mi correo del trabajo, porque la misma caduca cada equis tiempo, me parece una imposición fascista de los técnicos informáticos. Además, no creo que con esta medida eviten el hackeo de mi email por parte de presuntos piratas tecnológicos, porque como el 99% de los que sufrimos esta imposición del cambio recurrente de contraseña, lo único que hago es subir un número el final de mi contraseña. Creo que voy por micontraseña25.

Así que con que el pirata tenga un pelín más de paciencia, y haga un intento más para desbloquear mi correo, de todos modos lo conseguirá.

Concluyo con una llamada a la acción: Digamos basta a la imposición del absurdo cambio de contraseña recurrente. No permitamos que los expertos en seguridad tecnológica nos obliguen a hacer un trabajo que deberían hacer ellos, y a suplir con nuestra sobrecargada memoria su incompetencia frente a más que dudosos asaltantes.

1 de mayo de 2017

La vida no es un cuento de Disney


Acabábamos de pagar la cuenta y ya nos íbamos, cuando se nos acercó. Tenía una barba rala y el pelo algo revuelto. Los dientes, amarillentos. Nos asaltó, con un tono de timidez: "Vendo cuentos, ¿quieren uno?". Yo ya estaba diciendo que no educadamente, cuando mi cerebro procesó la información... Este hombre vende cuentos. Hay que comprar uno, por supuesto.

- Qué original- le dije.

Y le dimos dos euros, mientras añadíamos sonriendo:

- Pero no queremos el primero que coja, queremos uno realmente bueno. Y además, nos gustaría que nos lo leyera.

Y nos sentamos de nuevo en la mesa que estábamos a punto de dejar. El hombre sacó de su carpeta unos papeles, y tras buscar un rato, musitó: "este es bueno", y nos leyó el relato que copio al final de la entrada. Lo leyó rápido, mal, y se despidió avergonzado, casi como disculpándose por tener que venderse así. Apenas pudimos darle ni las gracias.

Yo imaginaba un final más redondo. El hombre emocionado leyendo el cuento, un brillo de ilusión en su mirada, unos ojos interrogativos mirando al público en busca de aprobación. Un final perfecto para mí, que acababa de tomarme un aperitivo con aceitunas. Pero no fue así. La historia de un pobre hombre que vende cuentos por la calle no debe acabar bien. Aquello era lamentable, y un final rosáceo hubiera sido, simplemente, una mentira. Así que acabó como tenía que acabar: con el hombre avergonzado y nosotros sin saber qué decir. Aunque en un guión de Disney quede muy bonito, vender cuentos por la calle es una mierda.

B. y yo nos quedamos algo pensativos. En cualquier caso, creo que esta vez actuamos mejor que cuando lo de Londres. Espero que al hombre le vaya muy bien.

PD. El cuento dice así:
Hablando solo
Andaba a tu lado hablando contigo junto al mar y te dije:
- "¿Ves esas barcas? Algún día las tendremos.
Pasaron unos días.
Pasó una semana. Dos semanas.
Pasaron veinte años.
Y no sé si es que yo había adelantado el paso. Miré a tu lado y no estabas.
Y pensé que había estado veinte años hablando solo.

PD2. Esta entrada va dedicada a Pau por su 30 cumpleaños. Uno de los seguidores más fieles de este blog.

27 de abril de 2017

Un nuevo puritanismo ciertamente alarmante


Del tercio de cerveza con pincho de tortilla en el bar, la colonización americana con su estandarización rampante nos deslizó casi sin darnos cuenta a la coca-cola con un donuts. No lo comparto, pero bueno, haciendo un esfuerzo lo puedo entender.

Lo que no deja de sorprenderme es cómo de ahí pasamos sin solución de continuidad a la triste y solitaria pieza de fruta, cada vez más extendida, que uno consume sobre su escritorio mientras lee la prensa en Internet. Llevarse una pera, un plátano o una manzana al trabajo para tomarla a las 12 delante de una pantalla, además de ser una tristura, manifiesta una inversión de valores realmente alarmante. Del rato de descanso con amigos en el bar hemos pasado a la obsesión individualista por la dieta sana, aséptica y sin vida, que ya no tiene alegría para compartir con nadie, aísla a los gordos y a los fumadores, considera pecado los pequeños auto-homenajes culinarios, y admira a mujeres digitales retocadas con Photoshop, en lugar de saludar con un "hola guapa" a la camarera de todos los días, que tiene un trasero mucho más prosaico, pero también más genuino.

A dónde vamos a ir a parar...

Llámame loco, pero tiendo a desconfiar de la gente que a mediodía toma una pieza de fruta.

24 de marzo de 2017

Tres impresiones rápidas



Hoy he visto volviendo del colegio a un niño pelirrojo con el pelo revuelto, y he pensado: "Pumuki". Gran mote que muchos niños pelirrojos compartieron en los 80 y los 90, que está condenado a desaparecer irremediablemente. No sé si Picachu será capaz de reemplazar a Pumuki. En cualquier caso, el mote ha venido a mi mente de forma instantánea y fresca, desde un rincón ya remoto de mi memoria. Pumuki. Como si no hubieran pasado veinte años desde que pronuncié esa palabra por última vez.

El otro día, en la casa de la playa de un amigo, volví a ver botellas de Fanta y Coca-cola de dos litros rellenadas con agua, en la nevera. Este reciclaje siempre me ha parecido algo cutre, la verdad. Lo asocio a casas de verano de algunos amigos. El punto cutre tiene que ver con la estética, la etiqueta descolorida o caída, y al regusto a fanta de limón que el agua conservada en estas botellas siempre tiene. Además y de forma curiosa, estas botellas reutilizadas pierden fuste o tensión, de forma que se quedan algo fofas, y su panza se vence al servir el agua, con lo que es bastante fácil derramarla al servir un vaso. Supongo que el gas de la Coca-cola o la Fanta evita este efecto al verter la bebida originaria. Pero bueno, no soy experto en gases, con lo que dejaremos aquí la reflexión.

Hoy venía en coche desde Madrid, y mientras adelantaba a un coche he reparado en la pelota de tenis pinchada que llevaba sobre la bola del remolque. Aunque las he visto mil veces, es la primera vez que me he dado cuenta de estar ante un clásico. Triste sino el de una pelota de tenis que, una vez rajada, sirve a un fin tan diferente de aquél para el que fue creada. De todas formas, pensándolo bien, quizá peor suerte sufren muchas otras pelotas de tenis, cuya vida útil se reduce a siete u ocho partidos, tras los cuales se pudren en el fondo de un baúl, en la superficie de una piscina de agua verde durante el invierno, en un tejado donde han sido encaladas o debajo de unas zarzas en las que el jodido tenista se resiste a hurgar. Así que oye, quizá la versatilidad de la pelota cubre-bolas-de-remolque incluso jugar a su favor, convirtiéndola en una compañera de viajes flexible, resignada e inseparable. A lo mejor es toda una enseñanza para la vida.

La foto se llama impresiones. Me ha gustado. Su autor es: https://www.flickr.com/photos/pegatina1/

24 de febrero de 2017

Las tiendas de los museos


Las tiendas de los museos molan. No sé por qué, pero cada vez me gustan más. Es verdad que uno ya llega a la tienda algo fatigado. Y ello porque normalmente uno se va del museo cuando ya está cansado. Allí siempre hay más cosas que ver. Más cuadros. Más estatuas. Más joyas o muebles o mamuts disecados que ver. Casi todos los museos, de hecho, son un poco excesivos, nos desbordan. Así que uno decide salir cuando ya no distingue un Rubens de un Botero. O cuando el hambre aprieta. Pero bueno, entonces queda el paseíto de rigor por la tienda.

En la tienda suele haber postales con las obras más significativas del museo. Siempre es bueno llevarse una o dos, para perderlas entre las páginas de algún libro que tenemos por casa. Además, ojear láminas y postales siempre da seguridad: en caso de haber pasado por alto una buena pieza, uno advierte que dicha obra está en el museo, lo que siempre viene bien ante preguntas impertinentes del estilo: "¿Y viste el cuadro de Zutanito o Perganito?" A lo que se responde con contundencia: "Claro. Impresionante" (Sin añadir: aunque en la postal no se advertían los matices). Luego están las bolsas, bolsitas y bolsos con cuadros de Van Gogh o de Monet serigrafiados. Son chulas, cool, hipster, aunque nunca compro. No sabría qué hacer con ellas, ni qué meter dentro. Y tampoco las camisetas: llevar una camiseta con la Mona Lisa es hortera; con Las Meninas, pretencioso; con el Cristo de Dalí, extraño; y con cualquier otro cuadro, friki. Quizá sólo me animaría a llevar una camiseta con un Rothko, que utilizaría fundamentalmente de pijama. Lo malo sería luego tener que ir dando explicaciones sobre el tema... Aunque bueno, tampoco es que me vea normalmente mucha gente en pijama. Dejemóslo aquí. Los bolígrafos y lápices temáticos tampoco son santo de mi devoción: ya no me acuerdo cómo se saca punta a un lápiz -sólo tengo un vago recuerdo de suciedad y puntas que se rompen-, y los bolígrafos los pierdo y los robo con demasiada velocidad como para comprar uno. Ahora, lo que más me gusta son los libros que allí se venden. Más allá de los típicos libros con láminas, grandes y caros, y de las biografías de artistas que pueden amargar el cumpleaños a un padrino, hay libros muy originales, con diseños muy currados. Breves historias del Arte, El Arte en 100 objetos, Picasso en 30 pinturas, Entiende el Barroco en un rato, El Gótico para Dummies, Cómo se pinta un zurullo... Títulos sugerentes, diseños trabajados, portadas atractivas. Me los compraría todos. Pero bueno, nunca compro ninguno. Miento: he encontrado una excusa que me permite comprar algún libro -algo sencillo- y superar el cierto reparo que me inunda cuando me planteo hacer el gasto: comprárselo a alguien. Siempre gasto más a gusto cuando lo que compro es para otro. Luego, como es natural, el libro lo leo yo, antes de dárselo al homenajeado, si es que finalmente me decido a hacerlo.

En fin, voy terminando. Creo que una de las cosas mejores de la tienda es que puedes tocar las cosas. Sobre todo los libros, que se pueden ojear. Tras dos o tres horas en el museo, con las manos en los bolsillos (o detrás de la espalda, si uno quiere transmitir una imagen más pro, de verdadero iniciado), necesitamos vengarnos sutilmente: tocar cosas, pasar páginas, desordenar un poco. Es justo y necesario.

No sé. Igual me estoy volviendo raro, pero cada vez me gustan más las tiendas de los museos. A veces, más incluso que el propio museo, que puede hacerse aburrido y donde no se puede gastar. Las tiendas son abarcables. Te hablan de tú a tú. Se pueden tocar. Te puedes llevar algo tangible. Pero bueno, no me alargo. Sólo quedo yo en la tienda y la chica del mostrador está apagando las luces. Mañana volveré a primera hora.

16 de febrero de 2017

Momento glorioso


Lo peor que puede hacer un conferenciante algo pesado durante su alocución es dejar caer distraídamente una frase del siguiente tenor: "luego nos detendremos un poco en este punto", "como más tarde explicaré", "como en unos minutos veremos en detalle..."

Este tipo de frases, dichas como quien no quiere la cosa, tienen un efecto devastador en la audiencia. Minan la ya mermada moral del público, que se siente como quien recibe una aguadilla cuando lucha desesperadamente por tomar algo de aire.

Y el pensamiento universal que reina en el auditorio, siempre y sin excepción, es: "¿Luego? No me jodas".

La próxima vez que lo escuches, espero que por lo menos este post te arranque una sonrisa. Y a pechar con el pesado.

9 de febrero de 2017

Dispararse en el pie


Una vez más, las animaciones y las transiciones entre las diapositivas del Power Point se habían convertido en el peor enemigo del conferenciante.



Además de esta impresión -verdadero objeto de la entrada-, copio algunas ideas deslabazadas de una Conferencia de Catherine L'Ecuyer en el que estuve el fin de semana pasado.

Me encantó su forma de hablar. Lenta, con acento extranjero, pero muy cuidadosa. Es una mujer que cuida tanto la forma como el fondo de lo que dice. Más allá de que dijera cosas verdaderas, interesantes o buenas, lo curioso fue que las dijo de forma muy bonita.

- El consumismo mata el asombro. El asombro consiste en no dar las cosas por supuestas.
- La educación es ayudar a desear lo bello.
- El exceso de cosas satura y embota los sentidos. Nos hace personas más aburridas e infelices.
- ¿Rutina? Mala si no tiene un sentido. Pero si tiene sentido, la rutina también puede abrirse al asombro, ser un cauce para encontrarnos con los demás, y llegar a convertirse en un ritual.
- Quien no está preparado para ser raro o diferente tiene un problema. Para resistir en nuestros valores en este mundo pragmático y algo feísta, es fundamental estar convencidísimo de nuestras ideas. Eso no significa juzgar a las otras personas.

2 de febrero de 2017

Un acto de justicia



Había quedado con un amigo. En su cuarto de estar tenía colgados varios cuadros. Uno de ellos era una vista de la playa de la Concha, en San Sebastián, que era realmente impresionante. Grises, azules, rojos, amarillos, verdes. Una sinfonía extraña, pero perfecta. Antes de sentarme lo estuve mirando de cerca, un rato. "Ese cuadro lo cuelgas en la National Gallery y eclipsa a algún vecino", me repetía para mis adentros.

Mientras hablábamos, mi atención no dejaba de escaparse una y otra vez a la pintura. "Lo que eres me distrae de lo que dices", creo que escribió Salinas. Hasta ese momento, esa sensación sólo la había experimentado conversando con mujeres muy guapas, a quienes en cierto sentido resulta difícil prestar atención. Pues bien, el cuadro tenía idéntico magnetismo.

Al llegar la hora de marcharme sentí una profunda pena. Y sonreí, pensando que sin esa pintura el mundo sería un lugar más pobre y más triste. Sin ese cuadro -¡que había pintado un menda hacía menos de 50 años!-, el mundo se quedaría un poco vacío. No exagero si confieso que fue entonces, en aquél cuarto de estar, cuando comprendí la diferencia entre un buen pintor y un artista. Entre un adorno bonito y una obra que resulta irrepetible. Irrepetible e imprescindible.

Cuando ya nos despedíamos logré golpear a mi amigo en la cabeza con objeto contundente que encontré sobre el aparador. Creo que era un busto de bronce de su suegro, si bien todo sucedió muy deprisa.

Ahora, mientras espero el ascensor con el cuadro entre mis manos, me pregunto si mi humilde latrocinio contribuirá a rescatar el cuadro del olvido, situando a la obra y a su autor en el Olimpo que realmente les corresponde. Quién sabe... a lo mejor gracias a mi arrebato hasta mi amigo y yo aparezcamos algún día en una nota al pie de página en el libro dorado de la Historia del Arte.

19 de enero de 2017

Préstamo de Jiménez Lozano


Soy un gran fan de José Jiménez Lozano. Me parece un grande, sobre todo en sus diarios. El otro día tuve el honor de actualizar su página en Wikipedia, añadiendo el último diario, Impresiones Provinciales, que todavía no constaba en la lista de sus obras.

Pues bien, como ya es tradición, un año más, los Reyes Magos me han traído un libro suyo: "Una estancia holandesa". Es una entrevista muy sabrosa. Os dejo un párrafo que no tiene desperdicio:

"La vida es como aquellas viejas posadas españolas en las que un letrero a su puerta advertía: Aquí, el viajero encontrará lo que traiga. No se ofrecía más que el techo, todo lo demás había que llevarlo. Y así es la realidad que se nos ofrece. Sólo podemos hacerla nuestra -desde el paisaje a la historia- mediante los instrumentos intelectuales y de sensibilidad que la cultura como memoria de los siglos nos otorga. Si no se lleva todo eso en las alforjas de los adentros, ¿qué se puede ver y qué se puede sentir? Sólo lo obvio, lo plano, lo banal".