27 de abril de 2024

Aprendiendo en la universidad

 


C. y su pareja nos hacen una visita en la facultad, para presentarnos a su bebé de dos semanas. Nos arremolinamos en torno al carrito, sonriendo embobados y mirando al bebé, que duerme plácidamente. 

- Yo soy catedrático -le susurra lentamente G., que es un cachondo.

Ante la total pasividad su bebé, más en broma que en serio, C. se disculpa:

- Me sabe mal que no haga nada, pero en fin...

- Chica, está -tercia G-. ¿Te parece poco? Ya ves que no hace falta más para tenernos a todos aquí tan contentos.

Luego pasa el tiempo y ya se nos olvida.

Identidad

 


Mientras hago cola en la cafetería de la facultad escucho este retazo de conversación.

- ¿Te has fijado en que to-do-el-mun-do lleva adidas?

- Totalmente. Hay que hacerse con unas ya. Sin unas adidas ahora mismo no eres nadie.

8 de abril de 2024

Breve historia de un secuestro

 


 Estábamos recogiendo el desayuno y preparando las mochilas cuando L. anunció que un amigo suyo del trabajo tenía una casa de pueblo por allí y que, si queríamos, nos invitaba a comer.

Aunque por educación no dijimos que no, creo que a ninguno de los tres nos apetecía ir: no conocíamos de nada al susodicho, y teníamos por delante una excursión de cinco horas. Aquello se zanjó con los típicos "ya veremos", "lo vamos viendo" y "Dios dirá".

Al acabar la excursión (14.45, con media hora de coche por delante, cansados y sin duchar), L. insistió en el tema. Tras unos instantes de silencio incómodo, me erigí en portavoz del sentir común e intenté abortar el plan: aquello no tenía sentido. Presentarnos a las 15.30 en casa de un matrimonio desconocido cuatro personas vestidas de deporte, sudadas y agotadas no tenía ni pies ni cabeza. "Vamos a casa. Nos duchamos. Comemos tranquilamente. Damos una cabezadita. Y si acaso nos pasamos a merendar".

Pero L. es cabezota, y su colega no cejó. "Dice que vayamos. Que no nos preocupemos por la ducha, que no piensa olernos al llegar. Y que ya tiene la mesa puesta".

Maldiciendo nuestra suerte y la tozudez de L. con escaso disimulo, pusimos rumbo hacia casa de su amigo

Pues bien, la comida fue maravillosa. Comimos en una terraza con unas vistas estupendas a la montaña. El matrimonio, de unos cincuenta largos, era encantador. Hospitalarios, campechanos -él con una camiseta negra de Speedy Gonzales, dato-, cultos, alegres, con conversación. Nos habían preparado un arroz con costillas suculento. Se habían acercado al horno a comprar unas cocas con anchoas y tomate. Abrieron dos o tres botellas de vino, una de mistela negra y otra de mistela blanca. L., totalmente desinhibido, agotó a dos carrillos las reservas de chocolate del municipio durante la sobremesa, plácida y distendida.

Serían las seis cuando muy a nuestro pesar tuvimos que arrancamos de allí, prometiendo volver pronto. De camino a casa -ducha, maletas, vuelta a Valencia y lunes en el horizonte-, mirando por la ventanilla, pensé que hay gente para todo. Y, sonriendo antes mis estériles esfuerzos por declinar esa "absurda" invitación,  agradecí de corazón que no todo el mundo sea como yo.

Si estás a tiempo, no vayas

 

Fue hará un par de años.

Me invitaron a una conferencia en la sede de una Congregación (lo que viene a ser un ministerio), después de la cual tendría lugar un paseo por los jardines vaticanos.

Los jardines no están mal. Las vistas de la cúpula de San Pedro desde el cogote, mucho más cerca que las que ofrece la Via de la Concilizaione, son realmente impresionantes. No en vano, son las que imaginó Miguel Ángel, en cuyo diseño original la basílica tenía planta de cruz griega. Más allá de estas vistas -y sin intentar refrescar mi memoria en Internet- del paseo recuerdo una fuente peculiar, el monasterio donde entonces vivía Benedicto XVI, un jardín francés cuidado y uno inglés más agreste, una torre redonda de ladrillo coronada de un tejado circular que me recuerda remotamente a la casa de Gargamel, un paseo que termina en una gruta reproducción de la de Lurdes, un helipuerto, una vía de tren muerta y varias esculturas de la Virgen "modernas" realmente espantosas. También recuerdo que durante el paseo -de una media hora-, nos cruzamos con cinco o seis jardineros y con nadie más.

Mi conclusión es que aquello no está mal, pero no es para tanto. Si antes de mi visita en mi imaginación los jardines vaticanos eran una especie de sancta sanctorum rodeado de un áurea de misterio y misticismo, un entorno medio élfico y medio angelical, al terminar el paseo pasaron a ser un jardín apañado y bastante desierto, así, sin más. Ni papas recogidos rezando el rosario, ni obispos circunspectos caminando despacio mirándose las puntas de los zapatos y cavilando sobre algún dogma, ni túmulos célebres con bustos de bronce y cagadas de pájaro. Ni cardenales jugando a la petanca, ni monseñores paseando al perro, ni tíos haciendo pompas gigantes, ni niños columpiándose ni jugando al balón, ni abuelos sentaos en bancos, ni parejas paseando de la mano.

La verdad es que no sé qué esperaba de los jardines vaticanos cuando acepté la invitación, pero tengo claro que nunca debí haber ido. Gané unas vistas preciosas del cuppulone, de acuerdo. Pero perdí algo infinitamente más valioso: un lugar encantado, un refugio de fantasía en mi imaginación. Pasan los años y me van quedando menos.