
Hay un tipo de madrugada que sienta bien al espíritu: aquella impuesta por la práctica de algún deporte o afición. Madrugar para ir al trabajo, madrugar para cambiar los pañales a un hijo, no dejan de ser necesarios ejercicios de estoicismo que se asumen con la mejor cara que se puede. Incluso uno puede hacerlo a gusto, aunque protesten todas las fibras del organismo, que siempre exigen un tiempo suplementario en postura horizontal.
Sin embargo, cuando se madruga para ir a pescar, para salir al monte, o para cazar, esas mismas fibras, aun protestando con la boca pequeña, se acompasan a la vibración del espíritu. El sueño se va despegando del cuerpo, poco a poco, pero esa sensación que en un día de diario resulta odiosa, uno de estos días de asueto y afición, resulta hasta placentera. El propio cuerpo escucha la promesa de esparcimiento, de diversión y de gozo, y acepta, aún a regañadientes, el sacrificio de levantarse antes del alba.
Y uno sale a la calle, y el relente de la mañana y la emoción contenida van disipando las brumas del sueño. El primer bocado devuelve la tonicidad a los músculos. Y la alegría de sorprender a las cosas mientras duermen, al menos por un día, y observar su lento y perezoso despertar -¡secreta venganza!-, ensancha el alma.