Todo pasa y todo queda, pero lo nuestro es pasar. Pasar haciendo camino, camino sobre la mar.
Pero… realmente… ¿todo pasa? No. La pana, no pasa. La pana permanece, vuelve y revuelve.
Tras un verano de blusas y bermudas, tras los tejidos ligeros de usar y tirar, tras el imperio del hilo y del lino, que es hortera pero fresco, llegan las primeras nubes, los primeros estornudos, el primer frenadol fugitivo en la cocina a media tarde, con el carrusel deportivo sonando olvidado en el cuarto de estar.
Y bajan del altillo las bolsas de plástico con la ropa de invierno. Septiembre que envejece con olor a naftalina. Y uno va recordando el tacto de esta prenda, el calor de esa otra, el color y el olor de la entrañable bufanda.
De pronto aparecen los pantalones de pana. Son unos pantalones que heredamos de aquel primo –nadie compró nunca un pantalón de pana-, abrigados, confortables, siempre con un aire de prenda algo anticuada. Se trata esa de pana gruesa con olor a Pirineo, nada de posmodernas adaptaciones decadentes, de una pana finita con forma de vaquero. No. Es pana de pastor, de anochecida ante una hoguera: gruesos, del color del otoño. Marrones, verdes botella, color vino. La pana es como el vino, mejora con el tiempo. Y hay que llevarlos holgados, anchos, largos de tiro.
Va pasando el invierno sin ponernos el pantalón de pana. Nunca parece el momento adecuado. Siempre encontramos prendas más adecuadas, más alegres, más a la moda. El pantalón de pana no se queja, no reivindica. Conoce su papel a la perfección, no duda de su victoria (es un superviviente nato del devenir de la moda). Porque tres, sólo tres, son los momentos del año en que todo buen español debe llevar enfundado un pantalón de pana, a ser posible gastadito: al hacer una chapucilla en casa un domingo de lluvia por la tarde; al salir al monte a coger setas, con una bota de vino bajo el brazo; y al montar el belén. Debería prohibirse montar el belén –corcho, musgo y figuritas- sin un pantalón de pana.
Y así pasa la vida, serena, cíclica. A un pantalón de pana le sucede otro. Un día, le regalamos un pantalón de pana a un hijo, a un nieto. No parece un buen regalo, no brilla, no es delicuescente. El receptor nunca está preparado para percibir la grandeza del momento. Sólo muchos años después, en un recodo de la vida, descubrirá paulatinamente que aquel regalo, aquel lejano primer pantalón de pana, fue tarea, encomienda y vocación. Fue el vínculo que le unió con sus ancestros. Fue símbolo y testigo de toda una estirpe.
Definitivamente, la pana se vuelve a llevar.
Pero… realmente… ¿todo pasa? No. La pana, no pasa. La pana permanece, vuelve y revuelve.
Tras un verano de blusas y bermudas, tras los tejidos ligeros de usar y tirar, tras el imperio del hilo y del lino, que es hortera pero fresco, llegan las primeras nubes, los primeros estornudos, el primer frenadol fugitivo en la cocina a media tarde, con el carrusel deportivo sonando olvidado en el cuarto de estar.
Y bajan del altillo las bolsas de plástico con la ropa de invierno. Septiembre que envejece con olor a naftalina. Y uno va recordando el tacto de esta prenda, el calor de esa otra, el color y el olor de la entrañable bufanda.
De pronto aparecen los pantalones de pana. Son unos pantalones que heredamos de aquel primo –nadie compró nunca un pantalón de pana-, abrigados, confortables, siempre con un aire de prenda algo anticuada. Se trata esa de pana gruesa con olor a Pirineo, nada de posmodernas adaptaciones decadentes, de una pana finita con forma de vaquero. No. Es pana de pastor, de anochecida ante una hoguera: gruesos, del color del otoño. Marrones, verdes botella, color vino. La pana es como el vino, mejora con el tiempo. Y hay que llevarlos holgados, anchos, largos de tiro.
Va pasando el invierno sin ponernos el pantalón de pana. Nunca parece el momento adecuado. Siempre encontramos prendas más adecuadas, más alegres, más a la moda. El pantalón de pana no se queja, no reivindica. Conoce su papel a la perfección, no duda de su victoria (es un superviviente nato del devenir de la moda). Porque tres, sólo tres, son los momentos del año en que todo buen español debe llevar enfundado un pantalón de pana, a ser posible gastadito: al hacer una chapucilla en casa un domingo de lluvia por la tarde; al salir al monte a coger setas, con una bota de vino bajo el brazo; y al montar el belén. Debería prohibirse montar el belén –corcho, musgo y figuritas- sin un pantalón de pana.
Y así pasa la vida, serena, cíclica. A un pantalón de pana le sucede otro. Un día, le regalamos un pantalón de pana a un hijo, a un nieto. No parece un buen regalo, no brilla, no es delicuescente. El receptor nunca está preparado para percibir la grandeza del momento. Sólo muchos años después, en un recodo de la vida, descubrirá paulatinamente que aquel regalo, aquel lejano primer pantalón de pana, fue tarea, encomienda y vocación. Fue el vínculo que le unió con sus ancestros. Fue símbolo y testigo de toda una estirpe.
Definitivamente, la pana se vuelve a llevar.
6 comentarios:
Pues yo no tengo nada de pana... De todas formas, feliz Navidad, y feliz 2008, en que triunfe la Buena noticia que estamos viviendo estos días.
La verdad es que nunca me gustaron aquellos pantalones de pana, rojos, desgastados... Ahora yo tambien estoy redescubriendo la pana.
ENHORABUENA Juancho, hacer un artículo tannn bueno, con un tema a primera vista tan pasado como los pantalones de pana tiene mucho, pero que mucho mérito! me ha encantado.
Ayer me puse por primera vez en este invierno mis panas verdes.
Largas de tiro, es fundamental.
Saludos
que bueno!!me ha encantado!!
no asi los pantalones de pana rojos heredados de 3 hermanos...
un abrazo
..pues yo digo que a cada quien como le gusten, no hay reglas, si algunos les va con el tiro largo esta muy bien, a mi me gusta corto.
Tambien me agradan mas los de pana fina, no muy gruesas las rayas.
Saludos!
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