29 de diciembre de 2017

115



Volvía de cenar en Alicante con unos amigos. No tenía mucha prisa, y sí cosas sobre las que pensar, de modo que decidí tomármelo con calma. 115. No lo había hecho nunca. Al día siguiente repetí la experiencia en un trayecto de vuelta desde Castellón. Creedme: la sensación fue indescriptible. De solo recordarlo se me pone la piel de gallina.

Conducir a 115 km/h es como llevar unos pantalones de cuadros, o visitar un museo con las manos en la espalda. Es de rico. De genio. Digámoslo claro por una vez: de puto amo.

Cuando conducimos rápido demostramos ansiedad y prisa, al tiempo que desvirtuamos el camino que recorremos, que queremos dejar atrás cuanto antes. (Personalmente, siempre he sospechado que los conductores veloces arrastran traumas infantiles o complejos arraigados de los que no consiguen escapar).

Ir entre 120 y 130 no está mal, pero puede suponer un acatamiento acrítico de la reglamentación de tráfico y generar una estandarización conductista ciertamente indeseable. También puede obedecer a un atávico miedo a la sanción administrativa, una de las formas de homogeniezación social que ciudadanos verdaderamente libres deberían despreciar.

Ir a 115 es lo que mola: demuestra que se es dueño del tiempo, que se disfruta del camino, del paisaje, de la soledad o de la compañía. Ojo: hay que proponérselo. Si te descuidas te adelantan hasta los camiones de ganado. Pero el darte cuenta de lo despacio que vas te hace sonreír, ser consciente de que a 115 estás tomando posesión de lo que es tuyo. De aquello que la sociedad hiperconectada y vertiginosa de la teta y la cacha ya no te volverá a arrebatar.

La próxima vez que te pongas al volante no lo dudes: súmate al club de los 115. Hazme caso. Vivirás experiencias increíbles.

10 de diciembre de 2017

Qué alivio



Qué alivio nos invade cuando, ante la invitación a un plan que no nos apetece nada, entre las mil y una excusas poco convincentes que buscamos a toda velocidad en nuestro cerebro y que pondríamos con la boca pequeña, cuando nos damos cuenta de que estamos a punto de ser embarcados en un asunto que nos da una pereza mortal, que nos están viviendo la vida pero bueno, que para algo están los amigos... descubrimos súbitamente que de verdad no podemos ir por una causa importante.

"Lo siento un montón" (mentira), "pero (gracias a Dios) tengo otro lío (¡menos mal!) y no voy a poder ir. Me sabe fatal (que me invites a estas mierdas). Si consigo librarme de lo otro (ni loco) te digo algo (espera sentado)".

Magnífica mezcla de amistad, buenos modales, un poco de cinismo y pecado original. Así somos. Mola.