Volvía de jugar al tenis con mi tío. Para incorporarme a la
A6 desde la carreterucha por la que iba tenía dos opciones: cumplir el
reglamento de tráfico; o hacer pequeño giro ilegal, pisar una línea continua y
ahorrarme 600 metros y 50 segundos.
Pues bien, tras
estirar un poco el cuello y asegurarme de que no venía nadie, hice la trampa.
No era la primera vez que la hacía, ni –pensaba yo- la última.
60 metros más adelante, detrás de una curva traicionera, él me esperaba junto a su moto. Realmente había poco que hablar. Los dos sabíamos lo que
había pasado, era absurdo disimular. Mi aspecto algo sudado, mi gorra y mi
raqueta en el asiento del copiloto hacían inútil improvisar una historia de familiar
moribundo, mascota accidentada o parto intempestivo. La suerte estaba echada.
"Pues
sí que me salido caro el partido", pensé mientras sacaba del bolsillo mi cartera con el DNI.
Entonces sucedió lo imprevisible.
- Mire –me dijo el agente,
apoyando su mano en la puerta del vehículo, y dando unos ligeros golpecitos-, es
evidente que usted ha cometido una infracción y que yo puedo multarle. Ahora
bien, si usted me promete que nunca más va a hacer esa trampa, pues no le pongo
la denuncia y lo dejamos estar. ¿Qué me dice?
Desde entonces ya no sé ni cuántas veces he perdido 50
segundos volviendo de jugar al tenis. Y cada vez que paso por ahí, mientras
recorro los preceptivos 600 metros que me convierten en un conductor ejemplar, sonrío
con la remota esperanza de volver a encontrarme al poli detrás de la misma curva traicionera, para que vea que no he defraudado su confianza.
El tío sabía lo que hacía.
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