La pleamar de mal gusto me pone melancólico. Como reacción, me he propuesto llevar una vida elegante, bonita. Me gustaría ser de fábrica más creativo, más original y más apuesto. Pero tengo las cartas que me han tocado. Aún así, y sabiendo que mis esfuerzos pasarán desapercibidos al 99.9999% de la Humanidad, aspiro a llevar una vida no solo buena o verdadera, sino sobre todo bonita. Pues bien, dando vueltas a estas ideas hoy me he topado en el office de mi residencia con estos tuppers para las sobras. Y claro, me he emocionado.
Ojalá en cada trabajo, en cada gesto, pueda poner un poco de este buen gusto. Vamos a intentarlo.
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Hoy he ido a dar un paseo y a ver cantar a unos amigos, que tienen un grupo de música "solidario" y tocan en ferias y eventos de carácter social. Actuaban en la Ciudad de las Artes y las Ciencias. Mis colegas son cuarentones o cincuentones, y cantan temas ochenteros metiendo tripa y con gorras que disimulen un poco su calvicie. Público variado: sus familias, niños, curiosos, paseantes...
En un momento invitan a cantar a voluntarios, y suben al escenario tres adolescentes "que pasaban por allí". Un chaval con una camiseta de la nasa y melena rubia; y sus dos ¿hermanas?, con pantalones apretados, una con un top y otra con lo que toda la vida se ha conocido como un sujetador. Su padre, fibrado, hortera, moreno, les graba con un móvil. Pues bien, de los tres espontáneos llama la atención la del top, una adolescente de melena rubia que canta y baila las canciones -sufre mamón, Venecia, insoportable- entusiasmada, como un niño el día de reyes.
En mi manual, esa chica y su ombligo al aire están en la sección de los "equivocados", en "carne de desorientación feminista y woke". Pero a ella no parecía importarle: estaba allí tan feliz, cantando y botando con sus hermanos totalmente desinhibida, entusiasmada. Y su alegría era realmente contagiosa.
Me pregunto cuándo es la última vez que yo me he sentido y he sido capaz de contagiar algo así. Tendré que revisar mi manual.
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