
Llega el frío, y con él los primeros costipados, catarros y trancazos. Palabras éstas cargadas de reminiscencias infantiles, pies fríos y cabeza caliente, remotos aromas a mentol -bip vaporub-. Mañanas en la casa desierta y sin hermanos, con una mezcla de malestar general y alegría fatigada por no estar en el colegio, compartiendo esfuerzos con los adláteres, sino en la butaca, viendo la tele y sesteando como un gorrinillo entre las mantas y los cojines.
Pero vamos a nuestro tema. El inexorable termómetro. Cuando uno se va encontrando mal, y las sensaciones de frío y calor se alternan, y nos ponemos o quitamos el jersey, pero nunca acertamos con la temperatura justa. La cabeza nos retumba y el moquillo se nos cae. Entonces uno, ya cansado, decide enfrentarse al objetivo juicio del termómetro, frío y cerebral. Una vez instalado el termómetro en el recoveco conveniente -hay varias escuelas-, la espera es plácida, pero a la vez dura. Es un impass que separa el edredón mullidito de la vuelta al deber. La palmada en el hombro: "eres un machote, sigue aguantando", de la burla impía: "llorón, estás perfectamente". Y claro, a uno no le queda otra escapada que desear ardientemente tener fiebre, que el aparatejo le dé la razón, que le diga: "tío, no eres un quejica, estás echo polvo". Uno quiere un aval, un reconocimiento, una coartada. Es absurdo, pero si el termómetro marca 38º nos sentimos alegres, triunfantes y satisfechos. Si pasamos de 38.5º hemos cosechado un triunfo inapelable. Sin embargo, sabemos que si el termómetro nos dice que estamos bien, habremos sido derrotados. Temperaturas entre los 37.1 y 37.4 son un justo medio que ni cautiva ni convence. Aquí es cuestión de todo o nada.
Siempre miramos la temperatura con gesto de desdén, como si nos importara gran cosa lo que diga el termómetro. Pero por dentro nos consumimos, ansiosos por saber el veredicto. Y si el de al lado nos dice: "¿qué?", sólo nos queda mirarle triunfantes, o bien bajar los ojos, encogernos de hombros, y pensar para nuestros adentros que quizá si hubiéramos aguantado con el aparato bajo el sobaquillo un par de minutos más otro gallo nos cantaría. Y aguantar hasta la cena y mañana será otro día.
Así somos. Tan humanos.