A los dos segundos de cruzar el umbral de la puerta uno se da cuenta: algo pasa. Mucha gente elegante. Rostros sonrientes. Alguna corbata hortera fuera de lugar.
Entonces se intentan buscar rutas alternativas. ¿Hay alguna otra iglesia cerca? ¿puedo ir a Misa esta tarde? La mente se mueve rápido, con desesperación incluso, intentando reconfigurar la tarde del domingo en busca de una Misa sin sorpresas, que se mantenga dentro del razonable margen de los 45 minutos.
Normalmente el plan alternativo no prospera. Uno lo va abandonando paulatinamente, mientras un sonriente sacerdote anuncia, antes del "yo confieso", el alegre motivo que justifica la ceremonia de hora y cuarto a la que uno con santa resignación se dispone: bodas de oro, imposición de medallas, aniversario de un tránsito, bendición de mascotas, romería rociera...
Uno se pone de mal humor un tiempo, y farfulla "ya podrían avisar". Este universal reproche al párroco tiene su gracia, como si el hombre pudiera ir de puerta en puerta avisando a todos los feligreses de todas las excepciones al horario ordinario. Como si el sacristán panzón no llevara toda la semana precedente avisando después de la comunión. Lo que sucede es que no le escucha ni el Tato. Es más, uno suele pensar: ese hombre por qué no se callará de una vez.
En fin, hay que reconocer que luego estas sorpresas domingueras tampoco son para tanto. Es más, son un verdadero clásico con el que hay que convivir. Más que remugar y poner cara de mártir, conviene tomárselas con cierto sentido del humor. Porque no nos vamos a librar: nos van a tocar cada cinco o seis domingos hasta que nos muramos. Eso sí: entonces seremos nosotros los que prolonguemos la Misa inopinadamente un martes cualquiera. Por lo menos nos queda ese consuelo. Nuestra venganza está más que asegurada.
1 comentario:
Juanxo, siempre en el clavo. Ya nos vengaremos ya.
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