10 de octubre de 2013

Sin noticias de los grises



Estas semanas hemos sabido de dos Universidades cuyos actos de apertura han sido saboteados o interrumpidos por grupos de estudiantes descontentos. El acto de la UPV de Valencia fue interrumpido por los sospechosos habituales, que tras canear a los guardias jurados se introdujeron en el paraninfo y reventaron la ceremonia académica. Por su parte, el rector de la Universidad de Zaragoza decidió suspender su acto -al que acudiría el Ministro de Educación- ante la sospecha de que se producirían incidentes desagradables. A la valentía de invitar al ministro siguió la pusilanimidad de cancelar el acto.

Que unos sujetos cabreados interrumpan un acto académico es inevitable, al menos si lo hacen de forma sorpresiva. Ahora bien, si lo que sucede es que se prevén altercados, creo que lo más sensato no es cancelar el acto, sino advertir a las fuerzas del orden, para que impongan el mismo mediante los actos necesarios. Que, en ocasiones, serán violentos. A nadie le gusta la violencia, pero cuando unas personas amenazan un acto público, y en lugar de protestar mediante medios proporcionados o pacíficos, emplean actos vandálicos, lo oportuno, prudente y justo, es reprimir esas conductas con cierta dosis de contundencia. El flower power no siempre es efectivo. Si lo que se hace es cancelar el acto, se dan alas a los cabreados, que se sienten fuertes e imponen su ley. Y el pacífico ciudadano que estaba interesado en escuchar al ministro, ponerse el birrete académico, cantar el gaudeamus, o emplearse a fondo en el vino de honor, se queda con una extraña sensación.

Ceder ante las amenazas de los bravucones, que en lugar de dialogar o manifestarse con respeto por las ideas contrarias prefieren coger el atajo de la intimidación, es una cobardía. A nadie le gustan los policías con cascos y porras en los titulares. A mí tampoco. Pero a veces son necesarios. Hay personas que no quieren dialogar, y ese es el único lenguaje que comprenden. Si miramos hacia otro lado, terminarán imponiendo su dictadura de la amenaza y del miedo. O, dicho menos finamente, terminarán bebiéndose el vino de honor y meándonos en la pechera.

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