Hoy pensaba que no debo nada a mis padres. Ni a Dios, por cierto. Puede sonar fuerte o presuntuoso, pero es totalmente cierto. Sin glosas ni notas al pie. No les debo nada.
Pero claro, voy a explicarlo para no parecer un descastado. No les debo nada porque son buenos padres. Porque me quieren mucho, y me quieren de verdad. Y el amor verdadero es un amor gratuito, que no pasa facturas, ni a corto ni a largo plazo. Es un amor que deja libre, y no un favor de prestamista o inversor, que con el tiempo exige intereses o un retorno en la inversión.
Cada vez es más difícil encontrar gente que nos quiera así, a fondo perdido, sin pasarnos la cuenta a la vuelta del tiempo. Cuántos padres, por ejemplo, quieren mucho a sus hijos, pero les cargan de numerosas exigencias y expectativas que el hijo tiene con el tiempo que colmar, y tantas veces pesan sobre el niño como una losa, o dejan en su corazón un poso de amargura durante años. Pues bien, no es mi caso, nunca lo ha sido. Yo no debo nada a mis padres.
Solo tengo una deuda con ellos, que se llama, muy acertadamente, deuda de gratitud. Y se llama así porque se ha contraído gratis, y además porque nunca puede saldarse.