Había quedado con un amigo. En su cuarto de estar tenía colgados varios cuadros. Uno de ellos era una vista de la playa de la Concha, en San Sebastián, que era realmente impresionante. Grises, azules, rojos, amarillos, verdes. Una sinfonía extraña, pero perfecta. Antes de sentarme lo estuve mirando de cerca, un rato. "Ese cuadro lo cuelgas en la National Gallery y eclipsa a algún vecino", me repetía para mis adentros.
Mientras hablábamos, mi atención no dejaba de escaparse una y otra vez a la pintura. "Lo que eres me distrae de lo que dices", creo que escribió Salinas. Hasta ese momento, esa sensación sólo la había experimentado conversando con mujeres muy guapas, a quienes en cierto sentido resulta difícil prestar atención. Pues bien, el cuadro tenía idéntico magnetismo.
Al llegar la hora de marcharme sentí una profunda pena. Y sonreí, pensando que sin esa pintura el mundo sería un lugar más pobre y más triste. Sin ese cuadro -¡que había pintado un menda hacía menos de 50 años!-, el mundo se quedaría un poco vacío. No exagero si confieso que fue entonces, en aquél cuarto de estar, cuando comprendí la diferencia entre un buen pintor y un artista. Entre un adorno bonito y una obra que resulta irrepetible. Irrepetible e imprescindible.
Cuando ya nos despedíamos logré golpear a mi amigo en la cabeza con objeto contundente que encontré sobre el aparador. Creo que era un busto de bronce de su suegro, si bien todo sucedió muy deprisa.
Ahora, mientras espero el ascensor con el cuadro entre mis manos, me pregunto si mi humilde latrocinio contribuirá a rescatar el cuadro del olvido, situando a la obra y a su autor en el Olimpo que realmente les corresponde. Quién sabe... a lo mejor gracias a mi arrebato hasta mi amigo y yo aparezcamos algún día en una nota al pie de página en el libro dorado de la Historia del Arte.
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