20 de octubre de 2017

Sentimientos irracionales


Desde que conduzco un coche cuyo motor se detiene en los semáforos, a veces algo dentro de mí protesta cuando el semáforo se pone en verde demasiado pronto. Y pienso: "¿no podría seguir en rojo un rato más?". ¿Soy el único a quien le pasa?




Las monedas de dos euros molan. Son como las antiguas de 500 pesetas. Transmiten la sensación de poderío, de holgura, de suficiencia. No hay café ni refresco que se les resista, así, de normal. Prestar un euro es de gente cutre. Los euros sueltos se regalan. Ahora bien, desprenderse de una moneda de dos euros ya pica. Mientras esta mañana venía reflexionando sobre todo esto, he caído en la cuenta de que los billetes de 5 euros generan en mí sentimientos totalmente opuestos. Siempre arrugados, hermanos pequeños del billete de 20 -e incluso de 10, ya ves tú-, dan la impresión de estar siempre como acomplejados, de llegar justos a todas partes, de no ser nunca bastante. Son un sí pero no.

Llámame loco, pero me siento más feliz cuando llevo en el bolsillo una moneda de dos euros que un billete de cinco.

El mundo de ayer. Memorias de un europeo. Stefan Zweig



Este verano pasado leí “El mundo de ayer. Memorias de un Europeo”, de Stefan Sweig. Es un libro plácido, sereno, con una pátina de tristeza, de atardecer. Zweig lo escribe un poco antes de suicidarse en el año 1942 en Brasil, abrumado por los constantes triunfos de Hitler, que hacían presagiar su victoria final en la 2ª Guerra Mundial. El escritor austríaco analiza al hilo de sus vivencias la historia de Europa los últimos lustros del siglo XIX y hasta la llegada de Hitler al poder.

Realmente Sweig es un hombre culto, y de las memorias se trasluce su profundo amor a Europa, su cosmopolitismo y su sensibilidad hacia todas las manifestaciones artísticas: literarias, teatrales, musicales... A lo largo del relato, la tristeza y la melancolía van ganando intensidad, cuando el autor constata que las grandes creaciones artísticas y culturales que tanto ama son impotentes para evitar la Gran Guerra y el advenimiento de los totalitarismos. Pienso además que la total ausencia de Dios en el relato –se conoce que Sweig no debía tener fe- justifica esa desesperanza que paulatinamente va apareciendo en el relato.

Zweig nos presenta a lo largo de las páginas a numerosas personas a quienes conoció, con trazos entrañables, certeros, finos. El tío debía tener una interioridad muy rica, y una capacidad de penetración en la personalidad de los demás muy aguda. Realmente, su prosa es sencilla y sabrosa, es un gusto leerle. A uno le va amueblando el interior, enseñándole a captar matices y detalles. Todo esto suena un poco pedante, quizá no podría decirlo a unos amigos el lunes por la mañana, pero en fin.

Solo pondría dos peros al libro, que a mi juicio le hacen perder algo de credibilidad: conoce a demasiadas personas muy influyentes y está en lugares cruciales demasiadas veces; y las cuatro líneas que dedica a la guerra civil española son curiosas. Viene a decir que lo que vio en España en las tres horas que estuvo fue a unos curas reclutando jóvenes famélicos a quienes uniformaban y metían en camiones –pagados por los fascismos europeos- para que lucharan contra las instituciones legítimas de su país. En fin, a lo mejor el hombre fue lo que vio, pero parece un juicio algo grueso.

Copio algunas citas que me han gustado especialmente. Ahora que las releo no son para tanto, pero durante la lectura me parecieron especialmente punzantes.
pp. 44 y 45. No a la eficiencia inhumana.
La gente vivía bien, la vida era fácil y despreocupada en aquella vieja Viena, y los alemanes del norte miraban con cierto enojo y desdén a sus vecinos del Danubio, que, en vez de ser eficientes y mantener un riguroso orden, disfrutábamos de la vida, comíamos bien, nos deleitábamos con el teatro y las fiestas, y, además, hacíamos música excelente. En vez de la eficiencia alemana que, al fin y al cabo, ha amargado y trastornado la existencia de todos los demás pueblos, en vez de ese ácido querer-ir-adelante-de-todos-los-demás y de progresar a toda velocidad, a las gentes de Viena les gustaba conversar plácidamente, cultivar una convivencia agradable y dejar que todo el mundo fuera a lo suyo, sin envidia y en un ambiente de tolerancia afable y quizás un poco laxa.

197. Tras ver a Rodin trabajar en su estudio.
En aquella hora había visto revelarse el secreto de todo arte grandioso y, en el fondo, de toda obra humana: la concentración, el acopio de todas las fuerzas, de todos los sentidos, el éxtasis, el transporte fuera del mundo de todo artista.

418. Ambiente en Moscú en 1928. Critica la burocracia
Había gente agolpada en todas partes, en las tiendas, frente a los teatros, y en todos esos lugares tenía que esperar, pues todo estaba tan ultraorganizado que nada funcionaba bien; la nueva burocracia, encargada de imponer el orden, todavía disfrutaba del placer de llenar formularios y expedir permisos, con lo cual lo atrasaba todo.

502. La técnica y el alma. La necesidad de huir de la actualidad.

Casi parece una malévola venganza de la naturaleza contra el hombre el que todas las conquistas de la técnica –gracias a las cuales le ha arrancado las fuerzas más secretas- le destruyan el alma. La peor maldición que nos ha acarreado la técnica es la de impedirnos huir, ni que sea por un momento, de la actualidad. Las generaciones anteriores, en momentos de calamidad, podían refugiarse en la soledad y el aislamiento; a nosotros, en cambio, nos ha sido reservada la obligación de saber y compartir en el mismo instante lo malo que ocurre en cualquier lugar del globo.