9 de octubre de 2018

Empuja


Cuando sudábamos en el coche, oíamos canciones enteras de cintas que se repetían una y otra vez, y nos amontonábamos en el asiento de atrás racimos de niños -culo alante, culo atrás para caber mejor-, un coche sin batería se arrancaba empujando, lo que constituía un momento de solidaridad, expectación y alegría de trabajo en equipo.

Nada que ver con la solución técnica de utilizar unas tristes pinzas con seriedad de mecánico experimentado.

Empujar el coche mola mucho más. No puedes hacerlo solo, de modo que hay que buscar gente solidaria dispuesta a darse una carrerita: amigos, vecinos, viandantes. Como en la mili, los reclutas tienen perfiles muy heterogéneos: un macarrilla que pasa por ahí -los macarrillas suelen ser gente cívica y de buen corazón-, un runner en pantalón corto, un portero panzón, algún niño... Una vez reclutada, la gente suele empujar con alegría y brío, raro es quien se anima a regañadientes.
Siempre hay quien antes se quita un abrigo, una chaqueta, los zapatos -todo se ha visto-, o se arremanga, como si fuera a correr los cien metros lisos o a mover un piano. Otro clásico es quien se ofrece a asumir la conducción, a lo que siempre uno se opone con la tan vaga como absurda sospecha de que puede ser que le roben el coche.

Entre los ayudantes, algunos empujan a conciencia, mientras que otros se limitan a acompañar el vehículo haciendo como que ayudan -quien haya movido sofás con amigos sabe a lo que me refiero-. Una figura muy recurrente es la del experto en Fórmula 1 que le recuerda varias veces al dueño del coche qué tiene que hacer: pon segunda, aprieta el embrague, pon el contacto..., a quien hay que escuchar con gran interés, no sea que se sienta ofendido y se vaya. Si el tío ya empieza a preguntar más cosas de la avería y te invita a abrir el capó, ten cuidado: puede tenerte allí más de media hora, y puedes comenzar a perder reclutas que hacen mutis. Tras las maniobras previas para "embocar" el coche en una recta, toca ganar velocidad.

Por fin, cuando el coche coge algo de inercia, se pone el contacto y -tras unas toses del motor que suponen el clímax de la situación-, el coche arranca y se aleja. Momento crítico, ya que el coche experimenta un ligero frenazo y una posterior aceleración, lo que puede hacer perder el equilibrio a los que empujan.  Más de uno se ha caído de morros al asfalto.

Una vez que el coche arranca, el dueño mira por el retrovisor cómo los ayudantes se hacen pequeñitos -momento de gran carga simbólica y muy cinematográfico-, y lo suyo es tocar el cláxon en señal de agradecimiento. Los que han empujado se felicitan: los niños con euforia; los mayores, con alegría contenida, casi con circunspección, con la satisfacción del deber cumplido. Según los cánones, hay que dar tres palmadas verticales a fin de limpiarse las manos -aunque su verdadero significado es más bien: "otro problema que resuelvo...".

La alegría que se experimenta es difusa, pero genuina: la que da el trabajo en equipo, la solidaridad, el éxito en una empresa. Son satisfacciones que la vida diaria no nos da muchas ocasiones de saborear.

Frente a este momento de camaradería y encuentro, arrancar un coche con pinzas es un acto anodino, solitario y triste. Su proceso es meramente técnico. Su resultado predecible.

No te dejes engañar por los cantos de sirena de la sociedad individualista y tecnificada. Apuesta por la amistad y la gratitud. Tira las pinzas grasientas que guardas en tu garage. Te diría más. Déjate las luces del coche encendidas de vez en cuando. Y arranca empujando, como toda la vida. Algo escondido en tu interior te lo agradecerá. Verás que el niño que hay dormido en ti -y en quienes se ofrezcan a ayudarte- no ha dicho todavía su última palabra. Le cargarás a él también las baterías.

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