Era mediados de mayo. Íbamos dando un paseo bastante
agradable por el parque, cuando me asaltó típica tos absurda, de las que
sofocan cualquier intento de conversación y te hacen saltar las lágrimas.
Afortunadamente, no tardamos mucho en toparnos con una fuente, dorada y verde. Mi salvación. A la pregunta retórica de mi amigo ("¿vas a beber de ahí?"), solo pude responder con un encogimiento de hombros. No soy mucho de beber en fuentes públicas, pero visto lo visto no tenía mucha opción. Además, pensé, no siempre hay que ponerse en lo peor: la gente es mínimamente civilizada y no viene a las fuentes del parque a lavarse los dientes o hacer guarrerías.
Afortunadamente, no tardamos mucho en toparnos con una fuente, dorada y verde. Mi salvación. A la pregunta retórica de mi amigo ("¿vas a beber de ahí?"), solo pude responder con un encogimiento de hombros. No soy mucho de beber en fuentes públicas, pero visto lo visto no tenía mucha opción. Además, pensé, no siempre hay que ponerse en lo peor: la gente es mínimamente civilizada y no viene a las fuentes del parque a lavarse los dientes o hacer guarrerías.
Superado el ataque de tos, pudimos reanudar nuestro paseo, que fue sencillamente delicioso. La tarde declinaba. Una luz tornasolada se filtraba entre las hojas de los árboles, acariciando las violetas flores de las jacarandas.
Ya casi salíamos del parque cuando lo vimos. Justo de frente. Un señor barrigudo, con camiseta de tirantes y una riñonera, apretaba el botón de la fuente, dorada y verde, mientras su perro pastor alemán restregaba su hocico –sus fauces- en la boca del surtidor.
Sentí un sabor metálico en la boca y un amago de retortijón
Una luz tornasolada se filtraba entre las hojas de los árboles, acariciando las violetas flores de las jacarandas.
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