24 de febrero de 2017

Las tiendas de los museos


Las tiendas de los museos molan. No sé por qué, pero cada vez me gustan más. Es verdad que uno ya llega a la tienda algo fatigado. Y ello porque normalmente uno se va del museo cuando ya está cansado. Allí siempre hay más cosas que ver. Más cuadros. Más estatuas. Más joyas o muebles o mamuts disecados que ver. Casi todos los museos, de hecho, son un poco excesivos, nos desbordan. Así que uno decide salir cuando ya no distingue un Rubens de un Botero. O cuando el hambre aprieta. Pero bueno, entonces queda el paseíto de rigor por la tienda.

En la tienda suele haber postales con las obras más significativas del museo. Siempre es bueno llevarse una o dos, para perderlas entre las páginas de algún libro que tenemos por casa. Además, ojear láminas y postales siempre da seguridad: en caso de haber pasado por alto una buena pieza, uno advierte que dicha obra está en el museo, lo que siempre viene bien ante preguntas impertinentes del estilo: "¿Y viste el cuadro de Zutanito o Perganito?" A lo que se responde con contundencia: "Claro. Impresionante" (Sin añadir: aunque en la postal no se advertían los matices). Luego están las bolsas, bolsitas y bolsos con cuadros de Van Gogh o de Monet serigrafiados. Son chulas, cool, hipster, aunque nunca compro. No sabría qué hacer con ellas, ni qué meter dentro. Y tampoco las camisetas: llevar una camiseta con la Mona Lisa es hortera; con Las Meninas, pretencioso; con el Cristo de Dalí, extraño; y con cualquier otro cuadro, friki. Quizá sólo me animaría a llevar una camiseta con un Rothko, que utilizaría fundamentalmente de pijama. Lo malo sería luego tener que ir dando explicaciones sobre el tema... Aunque bueno, tampoco es que me vea normalmente mucha gente en pijama. Dejemóslo aquí. Los bolígrafos y lápices temáticos tampoco son santo de mi devoción: ya no me acuerdo cómo se saca punta a un lápiz -sólo tengo un vago recuerdo de suciedad y puntas que se rompen-, y los bolígrafos los pierdo y los robo con demasiada velocidad como para comprar uno. Ahora, lo que más me gusta son los libros que allí se venden. Más allá de los típicos libros con láminas, grandes y caros, y de las biografías de artistas que pueden amargar el cumpleaños a un padrino, hay libros muy originales, con diseños muy currados. Breves historias del Arte, El Arte en 100 objetos, Picasso en 30 pinturas, Entiende el Barroco en un rato, El Gótico para Dummies, Cómo se pinta un zurullo... Títulos sugerentes, diseños trabajados, portadas atractivas. Me los compraría todos. Pero bueno, nunca compro ninguno. Miento: he encontrado una excusa que me permite comprar algún libro -algo sencillo- y superar el cierto reparo que me inunda cuando me planteo hacer el gasto: comprárselo a alguien. Siempre gasto más a gusto cuando lo que compro es para otro. Luego, como es natural, el libro lo leo yo, antes de dárselo al homenajeado, si es que finalmente me decido a hacerlo.

En fin, voy terminando. Creo que una de las cosas mejores de la tienda es que puedes tocar las cosas. Sobre todo los libros, que se pueden ojear. Tras dos o tres horas en el museo, con las manos en los bolsillos (o detrás de la espalda, si uno quiere transmitir una imagen más pro, de verdadero iniciado), necesitamos vengarnos sutilmente: tocar cosas, pasar páginas, desordenar un poco. Es justo y necesario.

No sé. Igual me estoy volviendo raro, pero cada vez me gustan más las tiendas de los museos. A veces, más incluso que el propio museo, que puede hacerse aburrido y donde no se puede gastar. Las tiendas son abarcables. Te hablan de tú a tú. Se pueden tocar. Te puedes llevar algo tangible. Pero bueno, no me alargo. Sólo quedo yo en la tienda y la chica del mostrador está apagando las luces. Mañana volveré a primera hora.

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