El viaje solía comenzar con un tono festivo. Alguna gominola, cassete de música infantil de amplia aceptación y nerviosismo por la llegada de las vacaciones.
A las dos horas de viaje los ánimos habían decaído y no era infrecuente el surgimiento de algún disenso o cuita entre la tropa. "L. no para de molestarme", "J. invade mi asiento", "Devuélveme mi muñeco" y un interminable etcétera. Habitualmente estas discusiones desaparecían de forma tan natural como habían surgido, y retornaban la paz y la armonía.
Otras veces, sin embargo, los ánimos se enconaban, y mi madre tenía que dar algún apercibimiento algo más contundente desde el asiento del copiloto. El contacto visual y amenazante a través del retrovisor solía tener efectos balsámicos en el hijo más revoltoso.
Pocas, poquísimas veces, la situación se desmadraba. Y entonces mi padre, sosteniendo la vista en la carretera y la mano izquierda firme en el volante, echaba hacia atrás su mano derecha en un difícil escorzo y buscaba a tientas con su mano algo que agarrar en el asiento de atrás: una rodilla, un pié, un brazo. Terrible garra paterna que, con un sencillo apretón, ponía fin a la trifulca. Lágrimas, silencio. Disculpa pública del hermano díscolo. Algo de música tranquila -Mocedades, Perales-, y a seguir el viaje. Todos contentos.
El brazo de la ley había actuado. Las vacaciones estaban a punto de comenzar.
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