7 de abril de 2021

Adoquines


Llevaba quince o veinte años sin ver uno. El otro día, volviendo a casa desde Huesca paré en una gasolinera y, al doblar un pasillo, los vi justo en frente de mí. Adoquines de caramelo de la Virgen del Pilar.

No pude resistir la tentación y me compré uno canónico, de los grandes. Los que casi no te caben en la boca. Los que te caen en un pie y te lo rompen. Los indomables, que es imposible acabar en un solo asalto. Los que chupas y chupas y su tamaño no mengua. Los que te guardas en el bolsillo envueltos por enésima vez. Los que acumulan pelusilla y algún pelo pegado a la superficie. Los que lames tanto el caramelo como el papel blanco que lo envuelve, que se va reblandeciendo y se hace uno con el caramelo. Los auténticos precursores del calipo y el decadente push pop. Los que te dejan los dedos pegajosos, y terminas a mordiscos con las muelas, más por desesperación que por placer. En un ataque de romanticismo estuve a punto de comprarme el de anís, pero mi vena masoquista no consumó la idea.

Ya en el coche lo estuve chupando un rato largo mientras conducía, hasta que me harté y lo tiré al arcén por la ventanilla. Tomé nota mental del kilómetro. Si en unos meses vuelvo a pasar por allí, igual paro a recogerlo y me doy una segunda oportunidad.

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