Desde este curso el máster es exclusivamente online.
Sentado en mi escritorio, intento exponer mis argumentos de forma interesante, mirando la pantalla del ordenador invadida por círculos de colores con iniciales, que presuntamente representan atentos e interesados estudiantes, vete tú a saber. Bueno, mejor no vayas.
Lanzo preguntas al vacío, que solo encuentran un silencio tecnológico, esponjoso, quebrado finalmente por algún estudiante compasivo, que desde su butaca -¿y en pijama?- siente pena por mí y se decide a tomar la palabra.
Y claro, me aburro infinitamente, aunque procuro disimularlo sonriendo a mi webcam. Es todo muy deprimente.
Me declaro agnóstico de la formación reglada online.
Creo que lo más honesto sería despedirme amablemente y abandonar el claustro de profesores del máster. Pero soy amigo de los organizadores. Son buena gente. Me pagan unos eurillos. Y además, dedicar un par de tardes al año a hablar al aire de temas que ya tengo preparados y me interesan no es tampoco ningún drama. Podría seguir… quizá sería hasta lo educado.
De todos modos, algo me dice que debo dejarlo. Ahora es el máster. El año que viene serán los congresos y las conferencias. Después las clases presenciales en la universidad. Y, cuando quiera darme cuenta, ya solo quedarán mi pantalla y los círculos de colores con iniciales, para siempre.
Y a mí lo que me gusta es estar con la gente. Me gusta frotarme el mentón en los congresos, con gesto doctoral. Que me llamen “el conferenciante”. Ver cómo resoplan en tercera fila las estudiantes mientras toman apuntes, agobiadas por no perderse ni una coma de mi –aburridísima- exposición.
Llámame antiguo, pero prefiero el bostezo de un estudiante de carne y hueso a veinticinco emoticonos sonrientes en una plataforma online.
Ahora mismo
escribo a los del máster. O mejor, les mando una carta. Me dejo el máster para siempre. Me quedo con los bostezos. Con los bostezos y con alguna de las que resoplan.
No hay comentarios:
Publicar un comentario