No puedo evitarlo. Cada vez que veo una M de McDonald siento una atracción casi fatal. Y eso que han pasado años desde que dejé de disfrutar de esos restaurantes: demasiado ruido, demasiadas prisas, demasiados restos en la bandeja. Aunque mi cabeza y mi paladar han aprendido que McDonald no es la Meca de la gastronomía, mi corazón todavía permanece fiel a Ronald.
Algo parecido me pasa con los ferrero rocher. De pequeño los veía como el culmen del placer y el buen gusto confitero; hoy sé que son un dulce resultón, pero poco fino y algo rudimentario. De todos modos, este conocimiento no impide que al ver un ferrero algo en mi interior siga confiando en la promesa de felicidad que ese bombón contiene, con su envoltorio dorado y arrugadito. Ferrero Rocher. Limusinas. Copas de champán. Mujeres de trajes satinados y hombres con pajarita.
Esta disonancia entre la promesa y la satisfacción que experimento ante un McDonald o un ferrero evidencian la genialidad del marketing de estas dos empresas, que han rodeado sus productos de un aurea de felicidad o distinción casi inefables.
Creo que al concepto de virtud le vendría bien una operación de marketing similar. A día de hoy, es una palabra poco atractiva, que suena a monserga y da bastante pereza.
En general, la palabra virtud nos evoca un hábito difícil de adquirir, que ayuda a perseguir bienes deseables pero arduos. De algún modo, nos representamos al virtuoso como un jabato que a fuerza de sudor logra sus objetivos, apretando los dientes. Gran error, ya que el virtuoso es exactamente lo contrario: quien realiza las cosas buenas fácilmente.
El tío deportista no va a correr renegando, en un ejercicio de estoicismo heroico exigido por la báscula, sino que está deseando salir a correr. El virtuoso del piano no es quien más suda al teclado, sino quien mejor acaricia sus teclas. El diligente no necesita esfuerzos hercúleos para trabajar un lunes, sino que lo hace sin dramatismos, con humor.
La virtud no es una especie de marrón al que aspirar porque “hay que ser buenos”, sino un trampolín que nos facilita conseguir nuestros objetivos. Es como esas bicis con ayuda al pedaleo, que nos permiten subir rampas como si fuéramos Induráin. Como es lógico, conseguir una virtud exige esfuerzo, pero a la larga nos simplifica la vida enormemente.
Habría que hacer algo con el concepto de virtud. Ponerle kétchup o una piscina de bolas cerca. Qué sé yo. Porque una vida virtuosa no es aburrida, como puede parecer, sino el camino más recto y más fácil hacia la felicidad. Igual con un envoltorio dorado y arrugadito...
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