El otro día, mientras esperaba a unos amigos apoyado en un banco, reparé en una pareja de unos 50 años que también parecía esperar a alguien. Al poco salió de un portal un chico joven -vaqueros, sudadera, barba de cuatro días- con pinta de buen chaval. Del cariñoso saludo deduje que sólo podía ser su hijo, y que probablemente llevaría un tiempo viviendo por su cuenta. Como estaba relativamente cerca, no pude evitar oir su conversación.
-Aquí tienes la mochila -dijo la madre-. No sabes lo que me ha costado encontrar una tienda donde me la arreglaran...
El chico, dando las gracias, cogió la mochila muy sonriente y la estudió de arriba abajo con gran satisfacción. Finalmente la abrió, y su sonrisa se convirtió en una carcajada cuando sacó del interior un paquete de seis cervezas y una bolsa de patatas fritas.
-Esa es la contribución de tu padre... -explicó la mujer.
-Había que asegurarse de que está bien arreglada y de que resiste el peso sin desfondarse -terció el padre, con un gesto divertido.
No sé cómo siguió la conversación y si se abrieron unas cervezas allí mismo, porque llegaron mis amigos. Pero una cosa me quedó clara: emanciparse de los padres es mucho más difícil de lo que algunos se piensan.
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