Utilizo poco el taxi. Cuando lo hago, tengo que afrontar una serie de temores zozobras que, aunque son bastante absurdos, no consigo exorcizar.
El primero es la sospecha de que el taxista no sigue el camino más directo. Supongo que algún taxista ladino recurrirá esta estrategia, no lo dudo. En cualquier caso, mi experiencia apunta exactamente en la dirección opuesta: casi siempre me han llevado derechitos al destino, y no pocas veces conduciendo a bastante velocidad. Hace unos pocos meses, sin ir más lejos, me descubrí rezando con mi padre la recomendación del alma, mientras el taxista que nos llevaba adelantaba vehículos y cambiaba de carril como un auténtico kamikaze.
Mi segundo problema es la atracción fatal, el magnetismo irrestible que ejerce el taxímetro sobre mi. Si el taxímetro indicase unidades de millar o días en el purgatorio entendería mi aprensión, pero tratándose de unos cuantos eurillos (que me gasto en cervezas sin pestañear), mi obsesión con los numeritos rojos del contador carece de cualquier explicación.
A ver si compartiendo aquí estas inquietudes mi limitada experiencia de usuario de taxis se torna más placentera y racional. Si esto no me funciona, siempre me queda dejar papelitos perdidos en bolsillos y cajones de mi habitación con mensajes laudatorios sobre el mundo del taxi, que minen mis injustificados prejuicios, que horaden los cimientos de mi desconfianza cerval. En última instancia, también puedo acudir a un psicólogo, o encarar el asunto enfrentándome a mis miedos y yendo a trabajar en taxi todos los días durante una temporada. La salud mental también tiene sus costes, que es preciso asumir con deportividad.
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