B. es un early adopter. Le gusta lo cool, lo inn, lo hipster. Hace un tiempo le echó el ojo a una zumería, y tras varios meses de amagos, el otro día por fin fuimos a tomar un zumo en el local.
Una vez instalados en una mesita baja -léase incómoda-, rodeados de personas interesantes que van a zumerías, comenzamos a estudiar la carta. La gama de zumos era casi inabarcable, aunque más que zumos mi impresión fue que lo que se ofrecían eran purés: nabo, remolacha, espinacas, pepino, cilantro...
Mientras B. sonreía escrutando las propuestas que la generosa carta ponía al alcance de su sofisticado paladar, yo cada vez sentía más ganas de pedirme una coca-cola. O un zumo de naranja, para no profanar el templo del sincretismo vegetal con mi obscena demanda de una vulgar bebida gaseosa. Sin embargo, teniendo en cuenta la ilusión con la que B. ponderaba las propuestas de la carta, terminé pidiendo un batido de fresa, limón y remolacha, que acompañó al de melón, pepino y espinacas que pidió B.
El sabor, la verdad, no me resultó nuevo. Ya en mi colegio había probado algún viernes líquidos parecidos, aunque servidos en platos soperos, y no en vasos de balón con hielos. También en alguna primera comunión había mezclado sabores similares en un vaso de plástico, si bien es cierto que los de la zumería no remataron su preparado con un ganchito naranja, lo que resultó decepcionante.
Ni B. ni yo terminamos nuestro jugo, pero la experiencia global fue muy satisfactoria. Nos vimos después de un tiempo; estuvimos rodeados de personas interesantes que van a zumerías; la semana siguiente pudimos adornarnos con algún distraído: "tomando el otro día un zumo con un amigo..."; y pagamos 16 euros por una merienda, lo que de forma inconsciente me hizo sentir un elegido, alguien perteneciente a un selecto club.
"Esto hay que repetirlo", le dije a B. mientras -todavía con el estómago revuelto- nos despedíamos al lado de su bicicleta fixie.
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